En 1933, en tiempos de la Gran Depresión, el New York Times se hizo eco de una conferencia de Albert Einstein, titulada “América y la situación del mundo”.
El susodicho, el profesor Einstein, predicó que la Gran Depresión era consecuencia de los avances tecnológicos y la automatización que quitaban el trabajo a las personas. Al quedarse sin trabajo no podían consumir, y como consecuencia de eso, quebraban las empresas.
Más sabe el tonto en su casa que el sabio en la ajena, decía Cervantes. Saber mucho de algo no te salva del riesgo de desbarrar, tanto en lo que sabes que no sabes, como en lo que crees que sabes, pero en realidad no sabes tanto como te crees. Esto último suele traer disgustos, y puede ser peligroso si eres persona de autoridad o poder, peligro que crece en relación exponencial con tu cantidad de poder.
Si Einstein pudo ejercer de economista tecnófobo, cualquier ilustre descendiente del Emperador de Trapisonda podría relativizar un poco, aún a riesgo de desbarrar.
Decir que el siglo XXI ha traído cambios es como decir que en Jaén hay olivos. En Jaén, lo que hay es un mar de olivos, y el siglo XXI, lo que ha traído es un mundo nuevo, con efervescentes y disruptivas tecnologías, con desafíos globales como el cambio climático o la economía circular, un orden social distinto, y un escenario de disputa por el liderazgo global, tanto en lo económico como en lo político.
También nos ha traído sorpresas indeseadas, como la crisis de 2008, la pandemia, la guerra en la mismísima Europa, el hecho de que un retroceso democrático es posible e incluso probable, o la paradoja de que, en el Estado del Bienestar, para nuestros hijos sea más difícil tener una vivienda y construir una familia que resolver el cubo de Rubik con los ojos cerrados. Por no hablar del 20 de enero de 2021, fecha trágica, en que el Alcoyano dio pasaporte al Real Madrid de la Copa del Rey, y sin pedir prórroga.
Relativamente hablando, el siglo XX terminó materialmente en confianza, pero el XXI ha comenzado significativamente en incertidumbre. Esto el mundo lo lleva como puede, y por supuesto, lo mismo hace la calidad.
En el siglo XX la calidad creció, esencialmente, para la mejora de productos y procesos. Primero eliminando los productos no conformes; luego haciendo lo mismo, pero con criterios muy científicos; luego gestionando hasta el infinito y más allá para alcanzar los cero defectos.
En 1992, mientras en España conmemorábamos 500 años de hechos históricos, retornábamos al primer mundo entre Ave, Expo y Olimpiadas, y celebrábamos nuestro éxito a ritmo de Los Manolos, la ONU organizó la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, e Internet alcanzaba la cifra de un millón de ordenadores conectados.
Con la Cumbre de Río, la cuestión medioambiental se incorporó a la agenda global, y consecuentemente, al ecosistema empresarial, y al concepto y la práctica de la calidad. Una empresa sin compromiso medioambiental ya no podía formar parte del universo de las empresas de calidad. Se hizo realidad de forma natural, porque las prácticas de gestión que venían largamente aplicándose a objetivos de calidad de productos y servicios eran idóneas para extenderlas a objetivos medioambientales.
Con lo de que se hizo realidad, me refiero lógicamente a la incorporación de la cuestión medioambiental en el concepto y la práctica de la calidad, no a que de la noche a la mañana desapareciera el impacto ambiental de la actividad de las empresas, que esto, salvo que te pongas a desbarrar, no es cosa que se pueda resolver de un sartenazo.
‘La calidad ha llegado a las personas y sus emociones, y hemos pasado de la producción en masa a la personalización en masa’
Luego vinieron otros objetivos: las seguridades, el uso de recursos, el bienestar, las diversidades o las buenas prácticas de gobierno. La calidad ya no solo era requisitos, especificaciones y contratos; la calidad empezó a ser también obligaciones y valores.
Con Internet y las nuevas tecnologías llegó la velocidad y los nuevos modelos de negocio. Para cuando habías definido el proceso, unos jóvenes desde su garaje te habían robado la cartera. La llamada “reacción en cadena de la calidad”, esa fórmula con más sentido común y esfuerzo que magia, que condujo al éxito en el siglo XX, ya no es suficiente en el siglo XXI.
Internet ha hecho también realidad la Aldea Global. Casi todo el mundo está conectado con casi todo el mundo casi todo el tiempo. Y sin casi. La calidad ha llegado a las personas y sus emociones, y hemos pasado de la producción en masa a la personalización en masa.
Muchos retos. Si en el siglo XX la calidad creció para la mejora de los productos y los procesos, la del siglo XXI, además, lo hace para la mejora de las organizaciones. Lo que entonces fue gestión de la calidad, hoy es también calidad de la gestión, acaso más lo segundo.
Siempre con el foco en los clientes, en su satisfacción, en su enamoramiento, hoy la calidad es un recurso de las organizaciones para hacer frente a sus retos: mitigar sus riesgos y aprovechar sus oportunidades, una calidad de riesgoportunidades. Por lo menos, eso es lo que yo veo en las aspiraciones y en la actividad de nuestros socios, los de la Asociación Española para la Calidad.
Inevitablemente, el enfoque al riesgo quedó explícitamente introducido en la quinta edición de la norma ISO 9001, la de 2015.
El cambio podría haber sido más radical. En vez de introducir el enfoque al riesgo en la norma ISO 9001, podría haberse cambiado la norma de base, e introducir el enfoque a la calidad en la norma ISO 31000, la de gestión de los riesgos. Eso no ha pasado, al menos de momento.
Si rectificar es de sabios, desbarrar es de humanos. También es, de lejos, mucho más divertido.