Cada día observo en consulta a tutores convencidos de que alimentar con carne cruda a sus animales es una forma de amor puro, libre de aditivos, libre de química… libre de sospecha. Lo hacen con buena intención, con afecto sincero, pero también con una peligrosa ingenuidad porque confían más en la emoción de un falso bienestar que en la evidencia sanitaria que salva vidas.

“Mi perro está mejor que nunca”, me dicen algunos, “y eso que antes he probado de todo”.  Y probablemente, es cierto, hasta el día que no lo sea. Lo que pasa es que este “probar” previo mayoritariamente se hace también en base al marketing y a los foros de Internet y no en base en un análisis de las necesidades fisiológicas reales y de las particularidades individuales del animal. Y es fácil perderse entre tantas marcas y etiquetado poco claro.

Vivimos una época en la que la conciencia social y la retórica de lo “natural” ha adquirido categoría de dogma. Todo lo que suene a ancestral, orgánico o biológico despierta confianza automática, y la narrativa emocional que la envuelve, eclipsa la evidencia científica.

En ese contexto, las dietas a base de carne cruda para animales de compañía (raw food), conocidas como BARF (Biologically Appropriate Raw Food) en Europa y como RMBD (Raw Meat-Based Diets) en el continente americano se han convertido en una moda global y en una tendencia al alza. El auge de estas dietas es el resultado de una crisis de confianza en la industria alimentaria y farmacéutica combinada con la retórica emocional del bienestar animal.

Estas dietas son fuertemente promovidas por empresas emergentes que han encontrado un nicho de mercado con clientes muy fieles al símbolo de “amor responsable”, comunidades digitales de “dueños conscientes” y un ejército de influencers que, sin formación veterinaria ni sanitaria, venden una idea seductora: que lo que es crudo es más puro, y lo que es natural, más sano.

Estas dietas se presentan como la “dieta del lobo”, el regreso a la esencia carnívora del perro y del gato. Pero ni los entornos actuales son los de la Edad de Hielo, ni el chihuahua, el bulldog o el gran danés del siglo XXI se le parece en lo más mínimo a aquel lobo ancestral. La domesticación cambió su fisiología, su microbiota y su metabolismo, del mismo modo que cambió la nuestra, y las necesidades en los entornos artifíciales urbanos nada tienen que ver con las que tenían aquellas especies salvajes hace 20 o 30.000 años. El romanticismo del lobo no justifica la amnesia sanitaria del humano moderno.

‘La sensibilidad social actual hacia los animales de compañía choca con la tradicional falta de empatía de la Administración’

Los estudios recientes (Frontiers in Veterinary Science, 2024; EFSA & ECDC, 2024) muestran que hasta el 40% de los productos de carne cruda comercializados para mascotas contienen bacterias zoonóticas o resistentes a antibióticos. Entre las más frecuentes: salmonella spp., listeria monocytogenes, campylobacter jejuni y E. coli productoras de ESBL. A esto, hay que añadir el riesgo de parásitos como echinococcus spp. o toxoplasma  gondii, e incluso partículas virales zoonóticas (un reciente caso de un gato fallecido por ingesta de carne de ave contaminada con el virus de gripe aviar altamente patógeno H5N1).

Y constatamos a diario que la población lo desconoce, a pesar del alto impacto en su salud. No es un tema del que se hable en la prensa, en la radio o en la TV. Ni siquiera en el ámbito sanitario. No es noticia, porque incluso los médicos desconocen el alcance y no lo tienen presente como causa de infecciones en el ser humano.

Estos patógenos no siempre enferman al animal, pero sí lo convierten en portador y dispersor doméstico (su manto, secreciones, excreciones, heces, juguetes, las manos de los miembros de la familia, el mobiliario de la casa, los utensilios de la cocina…). Y esto es un riesgo biológico invisible del cual no somos conscientes, que convive en nuestro hogar, y que se transforma en riesgo alto para la población vulnerable como niños menores de 5 años, embarazadas, ancianos, pacientes inmunodeprimidos (VIH, trasplantes, oncológicos, terapias biológicas) y los manipuladores frecuentes de estos alimentos.

La incoherencia cultural es tal que el mismo ciudadano que evita los lácteos sin pasteurizar y lee con lupa el etiquetado de los huevos, manipula en su cocina un kilo de alimento crudo destinado al perro sobre la misma tabla donde corta la ensalada de su hijo.

No podemos predicar la reducción del uso de antibióticos, incluso prohibir su uso en animales y, al mismo tiempo, ignorar un vector importante de resistencia antimicrobiana que empieza en el cuenco del animal que vive dentro de nuestro hogar. Cada envase de dieta cruda es un ensayo no regulado en bioseguridad doméstica y cada brote zoonótico empieza con un silencio en la anamnesis.

Pero, en esta historia hay otro protagonista muy silencioso, igualmente responsable: el sistema sanitario. Seguimos tratando la salud humana, la salud animal, la salud ambiental y la seguridad alimentaria como compartimentos estancos y seguimos actuando como si los patógenos respetaran los límites administrativos. Y mientras tanto, muchos “naturalmente” enfermos. Un riesgo voluntario.

Los veterinarios clínicos que atendemos animales de compañía nos sentimos muy solos en este asunto, aislados por el sistema sanitario, inexistentes para los médicos, invisibles para las autoridades de seguridad alimentaria y con grandes dificultades en hacer entender los riesgos del uso de estas dietas a un sector social extremadamente ideologizado, que nos consideran parte del problema y “defensores de la industria clásica del alimento”. Si se lo cuenta su veterinario no le vale, pero si igual se lo transmite su médico, enfermero, asistente social y también, lo comunica la autoridad sanitaria, igual se conseguiría mayor conciencia en la sociedad sobre el riesgo real.

Parece que el legislador y el ejecutivo se acuerdan de los veterinarios solo para encontrar un culpable y para prohibir, prohibir y prohibir. ¿Cuándo pondrán encima de la mesa los problemas reales y actuales?

Desde la práctica clínica y la gestión One Health, el fenómeno de las dietas crudas no puede abordarse como una moda inofensiva, ni pasajera. Está aquí desde hace demasiado tiempo y consolidándose, y por ello se necesita regular su producción y comercio y, a la vez, educar a la población sobre sus riesgos y las condiciones correctas para su manipulación.

Esta desidia por parte de la autoridad sanitaria es un síntoma de ruptura entre ciencia y sociedad, de la desconexión entre la salud pública y la veterinaria clínica, y de la falta de alfabetización científica en torno al riesgo zoonótico. El enfoque One Health no solo une disciplinas: exige coherencia moral y política.

Los profesionales de la salud humana deben conocer este riesgo y ser conscientes de esta tendencia creciente para integrarlo en la anamnesis clínica, en la educación sanitaria y en la vigilancia epidemiológica. Hay ciertos indicios que deben despertar sospechas clínicas en los pacientes humanos: diarrea recurrente o fiebre en niños, ancianos o cuidadores de animales, infecciones por salmonella, campylobacter o E. coli sin fuente alimentaria humana identificada, colonización o infección por bacterias multirresistentes sin exposición hospitalaria, listeriosis o salmonelosis en gestantes sin causa aparente, brotes familiares gastrointestinales.

En el contexto social actual, estos profesionales deben acostumbrarse a preguntar siempre por la presencia de los animales de compañía en el entorno del paciente (tipo de animal, su dieta, hábitos, modo de convivencia o interacción), empezar a colaborar y a derivar a veterinarios si hay dudas sobre el manejo del animal o posibles contagios cruzados y educar sin culpabilizar sobre la higiene doméstica y la seguridad alimentaria.

La convivencia entre humanos y animales es un bien social, pero requiere una gestión consciente, integrar una comunicación honesta y preventiva y una formación en One Health del personal sanitario. One Health no es un lema; es una exigencia ética de coherencia.

Bibliografía

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