Retumban aún, si una se esfuerza, los ecos de aquellos aplausos. Un sonido que, a las ocho de la tarde, se erigía como el metrónomo de una vida confinada. Era la primavera de 2020, y desde nuestras ventanas, convertidas en palcos de un drama global, lanzábamos al aire una gratitud que sonaba a pacto. Aquellas ovaciones no eran solo para los sanitarios que se enfrentaban a un virus desconocido con bolsas de basura como EPI; eran, sobre todo, una promesa colectiva, solemne y emocionada. La promesa de que, al salir de aquella pesadilla, por fin, lo habríamos entendido.
Se nos llenó la boca de palabras grandilocuentes. «Saldremos más fuertes», «lo público es lo que importa», «cuidar a quien nos cuida». Los discursos políticos, desde el Gobierno central hasta las consejerías autonómicas, se tejieron con hilos de reconocimiento y compromiso. Se prometieron refuerzos estructurales para una sanidad pública que se revelaba, de pronto, como la última trinchera. Se habló de blindar la Atención Primaria, la puerta de entrada al sistema, esa que vimos saltar por los aires ante la avalancha de contagios. Se juró que se acabarían los contratos basura de días o semanas, que se invertiría en planes reales para futuras pandemias y que nunca más la salud sería un arma arrojadiza.
¿Qué queda de todo aquello? El amargo sabor del olvido. Una amnesia colectiva que ha sepultado las promesas bajo la urgencia de una normalidad que se parece demasiado a la vieja anormalidad. Los aplausos se desvanecieron tan rápido como llegaron las vacunas, y con ellos, la memoria de lo vivido.
‘Volver a aplaudir sería un acto de hipocresía’
Los datos, fríos y tozudos, son el epitafio de aquel compromiso. A finales de 2024, las listas de espera quirúrgica se cronificaban con casi 850.000 personas aguardando una operación, con casi un 23% de ellas esperando más de seis meses. La Atención Primaria, lejos de ser blindada, sufre una hemorragia lenta y continua. Faltan médicos de familia y pediatras, los que quedan soportan agendas de 50 o más pacientes diarios, y conseguir una cita se ha convertido en una odisea para el ciudadano. Aquellos «héroes» a los que aplaudíamos hoy lideran las estadísticas de burnout, ansiedad y depresión, secuelas de una batalla que no ha terminado para ellos. La promesa de estabilidad se ha traducido en una precariedad que sigue siendo la norma.
Se prometió fortalecer lo público, pero asistimos a un crecimiento imparable de los seguros privados de salud, que han aumentado un 40% en la última década, con un acelerón notable a partir de la pandemia. Ya cubren a uno de cada cuatro españoles. Cada póliza privada es el síntoma de una confianza rota, una solución individual a un fracaso colectivo. Se habló de prepararnos, pero los planes de pandemias y el refuerzo de la salud pública avanzan con una lentitud exasperante mientras el sistema se tensiona por la falta crónica de especialistas en áreas clave como psiquiatría o geriatría.
Lo más desolador, sin embargo, no es solo la traición de la clase política, de la que cabía esperar su habitual cortoplacismo. Lo más doloroso es nuestro propio silencio. ¿Por qué no defendemos con la misma vehemencia con la que aplaudíamos? ¿Dónde está la marea ciudadana que debería inundar las calles exigiendo el cumplimiento de aquellas promesas?
Quizás la respuesta se encuentre en la fatiga, en el deseo de pasar página y olvidar el miedo. O quizás, en una trampa más sutil: hemos interiorizado la idea de que la sanidad es un ente abstracto, un servicio que debe funcionar por inercia, y no un organismo vivo que requiere de nuestro cuidado y nuestra defensa activa. Hemos delegado la responsabilidad en los propios sanitarios, esperando que sean ellos quienes, entre guardia y guardia, saquen las fuerzas para manifestarse y defender un sistema que es de todos. Les exigimos que sean, a la vez, médicos, enfermeras y activistas. Les pedimos que luchen por nuestros derechos mientras nosotros observamos desde la comodidad del sofá, quejándonos de la espera en urgencias como quien se lamenta de un retraso en un servicio de paquetería.
Aquellos aplausos fueron un cheque en blanco. Pero la confianza, como la salud, se deteriora si no se cuida. Hemos roto el pacto de los balcones. Hemos dejado que las palabras se las llevara el viento y que la desidia política y la indiferencia ciudadana gangrenen el corazón de nuestro bien más preciado. Volver a aplaudir sería un acto de hipocresía. Lo que urge ahora es recordar la promesa, sentir la deuda y convertir la memoria en acción. Porque la próxima vez que el sistema se tambalee –y lo hará–, quizás ya no queden sanitarios a los que aplaudir, sino solo las ruinas de lo que un día prometimos defender. Nuestra sanidad pública.





