Si hay algo que define mi día a día es la sensación de estar librando una pelea invisible. Una lucha que nadie ve, pero que se hace presente en cada comida, en cada bocado, en cada gesto que debería ser normal, pero que para mí no lo es.
Comer, algo tan cotidiano para la mayoría, se convierte en una fuente constante de ansiedad. ¿Hoy podré tragar sin que se me quede algo atascado? ¿Me dolerá? ¿Acabaré en urgencias? Esa incertidumbre, ese miedo silencioso, me acompaña siempre. Y no importa cuán controlada esté mi dieta o cuánto me cuide: el riesgo nunca desaparece.
Lo más duro no es solo lo físico. Es ver cómo los demás comen sin pensar, mientras yo calculo, evalúo, me excuso. Es el aislamiento social, las preguntas incómodas, la incomprensión. Es sentirte solo en un cuerpo que parece ir en tu contra. Porque esta enfermedad no solo afecta al esófago. También desgasta la mente, las emociones y la vida.
Y, sin embargo, aquí sigo. A pesar del dolor, del cansancio, del miedo. Aquí sigo porque sé que no estoy solo. Porque hablar de ello es una forma de sanar. Y porque contarlo tal vez ayude a que, algún día, otros no tengan que esperar tanto para ser escuchados.
¿Qué es la esofagitis eosinofílica?
La esofagitis eosinofílica (EoE) es una enfermedad inflamatoria crónica del esófago, el conducto que conecta la boca con el estómago. Aunque aún es desconocida para gran parte de la sociedad —e incluso para muchos profesionales sanitarios—, su impacto en la vida de quien la padece puede ser profundo.
Se produce cuando ciertos glóbulos blancos llamados eosinófilos, que normalmente no deberían estar en el esófago, se acumulan en su revestimiento como respuesta a alérgenos alimentarios o ambientales. Esta inflamación puede provocar estrechamiento del esófago, dolor, dificultad para tragar (disfagia) o sensación de que la comida se queda atascada. En algunos casos, puede haber vómitos o pérdida de peso.
La EoE está relacionada con otras enfermedades atópicas como alergias alimentarias, asma, rinitis o dermatitis. Afecta tanto a niños como a adultos, y su diagnóstico suele llegar tarde, tras años de pruebas, visitas médicas y diagnósticos erróneos, como reflujo gastroesofágico o trastornos psicológicos.
Aunque no tiene cura, puede tratarse mediante dietas específicas, medicación antiinflamatoria (como el medicamento Jorveza) y, en casos graves, dilataciones esofágicas, a las que me he enfrentado en 5 ocasiones en 1 año y 8 meses. Sin embargo, el acceso al tratamiento adecuado sigue siendo una lucha para muchos pacientes, especialmente en contextos donde el conocimiento sobre esta patología aún es escaso.
Mi experiencia: cuando el cuerpo habla y nadie escucha
Durante años, supe que algo no iba bien. Sentía presión en el pecho al tragar, molestias cada vez que comía, y una sensación de angustia que no venía de la mente, sino del cuerpo. Pero una y otra vez me decían que era ansiedad. Que estaba somatizando. Que no tenía nada.
Aprendí a vivir con miedo a comer. Cortar los alimentos en trozos diminutos. A evitar ciertas texturas. A tragar con agua cada bocado. A controlar las comidas como si de un campo minado se tratara. A veces, aun así, terminaba en urgencias, con la comida atascada en el esófago, sin poder respirar bien sobrevenida de la ansiedad del momento.
El diagnóstico llegó después de muchos años, muchas pruebas, muchos silencios. Me dijeron: esofagitis eosinofílica. Por fin un nombre. Por fin alguien que ponía palabras a lo que yo llevaba tanto tiempo sintiendo. Pero lejos de ser un alivio total, el diagnóstico fue el inicio de una nueva lucha: aprender a convivir con la enfermedad.
Tuve que cambiar mi forma de alimentarme, de relacionarme, de vivir. Dejar alimentos. Leer etiquetas. Estudiar cada ingrediente. Lidiar con alergias cruzadas. Comer fuera se volvió una odisea. A veces prefería no ir. A veces fingía no tener hambre. Porque no quería explicar, otra vez, que no era un capricho. Que no estaba exagerando. Que simplemente no podía.
También llegó el cansancio. No solo el físico, sino el emocional. El que se acumula cuando tienes que estar siempre alerta. Cuando te esfuerzas por mantener la compostura, pero por dentro te estás rompiendo. Cuando tu vida gira en torno a algo tan básico como alimentarte, y aun así sientes que el mundo no lo entiende.
Por eso empecé a hablar. En redes sociales. En medios. En todas partes donde pudiera contar mi historia. Porque sé que hay muchas personas viviendo lo mismo. Porque sé que el diagnóstico cambia vidas. Pero también sé que, si no se escucha a los pacientes, muchas voces seguirán quedándose en el camino.
Lo que he aprendido y lo que no pienso callar
Vivir con esofagitis eosinofílica me ha enseñado muchas cosas. La primera, que escuchar al paciente no es opcional: es vital. Durante años supe que algo pasaba en mi cuerpo, pero nadie lo escuchaba. Y si algo he aprendido en este camino es que el dolor invisible no es menos real. La enfermedad no siempre se ve, pero se sufre igual.
He aprendido a conocer mi cuerpo, a cuidarlo con mimo, a ser paciente incluso cuando me siento agotado. Pero también he aprendido a defenderme. A decir «basta» cuando me niegan el tratamiento que necesito. A no rendirme cuando el sistema me pone barreras, como los visados injustificados para acceder a medicamentos aprobados, efectivos y esenciales para nuestra calidad de vida.
También he aprendido a no culparme. Durante mucho tiempo pensé que exageraba, que era débil, que quizá lo mío no era tan grave. Pero no. El problema no era mi percepción, sino la falta de información, la escasa formación y el poco interés en enfermedades que, como esta, son invisibles para muchos, pero lo ocupan todo en la vida de quienes las padecemos.
Hoy, más que nunca, creo en el poder de alzar la voz. En la necesidad de formar a los profesionales sanitarios sobre la esofagitis eosinofílica. En la urgencia de mejorar los protocolos de diagnóstico. En el derecho a acceder al tratamiento adecuado sin trabas burocráticas. Y, sobre todo, en la importancia de que nadie más tenga que esperar años para ser escuchado.
Seguir adelante, aunque duela
A veces, lo más difícil no es el dolor físico, sino la soledad. La sensación de que estás librando una batalla en silencio, mientras el mundo sigue girando. Pero he aprendido que incluso en la oscuridad más densa, siempre hay una pequeña luz. Y esa luz, muchas veces, es la voz de otro paciente, la comprensión de un profesional, o la esperanza de que las cosas pueden cambiar.
No elegí esta enfermedad, pero sí he elegido cómo vivir con ella. No como víctima, sino como alguien que lucha, que informa, que acompaña a otros. Porque si contar mi historia puede evitarle a alguien años de incertidumbre, de miedo, de dolor, entonces todo este camino habrá valido la pena.
Sigo aquí. A pesar de los días malos, a pesar del cansancio, a pesar de las barreras. Sigo aquí, caminando con la certeza de que la visibilidad transforma, que la empatía cura, y que cada palabra compartida es una semilla de cambio
Carlos Solas Fernández, Doctorando en la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM), investigador en salud infantil y actividad física, paciente experto de Esogagitis Eosinofílica y activista en defensa de los derechos de los pacientes.