En la última década, la gestión sanitaria y las políticas de salud pública han promovido intensamente el concepto del “paciente empoderado”, asumiendo que todos los ciudadanos desean y están en capacidad de participar activamente en su propio cuidado. Sin embargo, cada vez más se detecta que muchos pacientes no quieren —o no pueden— asumir ese rol. Esta brecha entre el ideal institucional y la realidad clínica plantea desafíos éticos, organizativos y psicológicos que rara vez se abordan con profundidad por los actores del sistema de salud.
Se ha consolidado un mito sobre el empoderamiento de los pacientes como un estándar universal. La participación del paciente se ha convertido en un dogma incuestionable de las políticas de calidad y sostenibilidad sanitaria. Se promueven estrategias de educación al paciente, portales de historia clínica, toma compartida de decisiones y autocuidado, incluyéndose incluso como requisito en procesos de certificación internacional. Pero se ha construido una narrativa única que ignora las diversidades culturales, emocionales y cognitivas de los pacientes.
En este sentido, ¿nos hemos detenido a reflexionar qué ocurre cuando el paciente no quiere participar?
No solo hablamos de desinformación o de falta de acceso, que definitivamente son factores que impactan de manera directa. En esta ocasión nos iremos a una dimensión más profunda: el desinterés, la sobrecarga, la desconfianza en el sistema, el miedo al error, la dependencia del profesional o incluso la negación del estado de salud.
Muchos modelos de empoderamiento están construidos desde una lógica racional, operativa y “funcional”, cuando la toma de decisiones en salud está profundamente influenciada por factores emocionales y psicológicos. Desde el miedo al diagnóstico o a equivocarse; la apatía adquirida en el tiempo, donde es poco probable que emerja de forma espontánea una actitud participativa; en personas mayores o con bajo nivel educativo, cuya autopercepción suele limitar su participación; y uno de los más recurrentes, la fatiga de decisión de esos pacientes crónicos, polimedicados o en condiciones complejas que pueden sentirse abrumados ante la sobrecarga de información y opciones.
Todo esto se ha visto reflejado en muchos escenarios, tanto en España como en países de Latinoamérica, donde se cuenta con programas y proyectos de empoderamiento de los pacientes y familiares para ofrecer información sobre su salud, cuidado y mejorar su calidad de vida. Sin embargo, se evidencian con claridad las limitaciones en el involucramiento que se espera por parte de los pacientes. Si bien es cierto que los pacientes y familiares cuentan con más información, fuentes y herramientas, esto no garantiza ese rol activo que se persigue.
La gestión sanitaria ha interpretado el empoderamiento como una obligación del paciente, sin crear los soportes psicológicos y comunicacionales de manera sistemática que lo hagan posible ni mecanismos para evaluar el nivel real de empoderamiento o responsabilidad del paciente para la mejora en su calidad de vida. La motivación no puede imponerse con formularios ni aplicaciones digitales: requiere acompañamiento, escucha, tiempo y personal capacitado en habilidades relacionales.
La suposición de que todos los pacientes desean participar activamente puede llevar a estrategias ineficaces y a una asignación inadecuada de recursos. Es esencial reconocer la diversidad de preferencias y capacidades entre los pacientes y adaptar las políticas y programas en consecuencia. Algunas acciones que podrían aportar valor son:
Ejecutar evaluaciones individualizadas de los pacientes para poder identificar las preferencias y capacidades de cada uno, y de esta forma determinar el nivel adecuado de participación e involucramiento.
Desarrollar programas educativos adaptados con materiales que consideren el nivel cultural y educativo de los pacientes.
Capacitar al personal de salud para que éstos puedan reconocer resistencias psicológicas y respetar las decisiones de los pacientes sobre su nivel de participación. De este modo el profesional, la institución y la comunidad sabrá el nivel de respuesta del sistema con los pacientes.
Incluir a las comunidades en el diseño y ejecución de los programas de salud para asegurar su relevancia, eficacia y sostenibilidad.
Integrar la salud mental como eje transversal en toda estrategia de activación del paciente.
Monitorear los efectos adversos del empoderamiento forzado con el abandono del sistema, frustración, culpabilidad o dependencia oculta.
El paciente empoderado no es un estándar universal, sino una posibilidad que debe respetar tiempos, voluntades y condiciones individuales. Obligar o dar por hecho la participación de los pacientes puede resultar tan dañino como excluir. Para lograr una atención centrada en la persona, necesitamos dejar de diseñar sistemas para un paciente ideal y comenzar a responder a las realidades del paciente real. Con sus dudas, sus miedos y, muchas veces, su legítima decisión de delegar.