En 1747, a bordo del HMS Salisbury, un joven médico escocés llamado James Lind se enfrentaba a una amenaza invisible que diezmaba a las tripulaciones navales: el escorbuto. Una enfermedad que debilitaba a los marineros hasta la extenuación y la muerte, y que en aquel momento constituía una de las principales causas de bajas en las expediciones marítimas.
Lind, consciente de la magnitud del problema y sin disponer de un conocimiento sólido sobre su origen, decidió ensayar un método distinto al habitual. Dividió a un grupo de marineros enfermos en pequeños subgrupos y les administró tratamientos variados: vinagre, agua de mar, elixires, purgantes… y, a uno de ellos, cítricos frescos como naranjas y limones.
El desenlace no tardó en llegar. Mientras los primeros grupos apenas mostraban mejoría, los marineros que recibieron frutas ricas en ácido ascórbico comenzaron a recuperarse en cuestión de días. Sin saberlo, James Lind había puesto en marcha lo que hoy reconocemos como el primer ensayo clínico controlado de la historia. No fue en un laboratorio ni en un hospital moderno, sino en la cubierta de un barco, con medios rudimentarios, pero con una idea fundamental: comparar, observar y medir.
‘El ensayo clínico se consolidó como la herramienta esencial para garantizar la eficacia y seguridad de los medicamentos’
Aquel experimento no solo salvó vidas en su tiempo, sino que abrió la puerta a un cambio radical en la manera de validar los tratamientos médicos. El ensayo clínico se consolidó, con el paso de los siglos, como la herramienta esencial para garantizar la eficacia y seguridad de los medicamentos.
Hoy, esa misma lógica de “probar, medir y analizar” es la base sobre la que se construye la medicina moderna. Desde las vacunas que han permitido controlar pandemias hasta las terapias génicas que abren horizontes antes impensables, todo pasa por la rigurosa metodología que inauguró, sin saberlo, un médico escocés en alta mar.
El legado de Lind no es solo un capítulo curioso de la historia de la medicina, sino una lección profundamente humana: que la búsqueda de la verdad científica nace, en esencia, de la necesidad de cuidar al otro. Aquellos marineros, debilitados y sin esperanza, encontraron alivio en un gesto sencillo que transformó la práctica médica para siempre. Recordar ese origen nos invita a no perder de vista lo fundamental: detrás de cada ensayo clínico, más allá de cifras, regulaciones y protocolos, lo que siempre está en juego son las vidas de las personas.
Gonzalo Martínez Guijarro





