Una pastilla puede cruzar tres continentes antes de llegar a manos del paciente. India para el principio activo, Alemania para el envasado, distribución desde España y consumo en Estados Unidos. Es un recorrido preciso y delicado. Desde que Donald Trump retomó la presidencia en enero de 2025, ese equilibrio global se tambalea. La imposición de un arancel universal del 10% a todas las importaciones, y de hasta un 60% a los productos procedentes de China, ha vuelto a tensar el tablero comercial internacional.
Aunque los medicamentos han quedado, de momento, fuera de la primera oleada de aranceles, la industria no está tranquila, y con razón. El propio Trump ha afirmado que “Estados Unidos debe volver a fabricar sus medicamentos”, y ha insinuado que las tarifas alcanzarán también al sector farmacéutico. El 12 de mayo firmó una orden ejecutiva con un mensaje directo: el país no pagará más por un fármaco que lo que paga cualquier otro país desarrollado. Si las farmacéuticas no aceptan negociar ese precio en 30 días, el gobierno lo igualará por ley.
El impacto es profundo. Para entenderlo, basta una idea básica: un arancel es un impuesto a la importación. Funciona como una barrera. En el caso de un medicamento, significa encarecer su entrada al país. Ese sobrecoste puede asumirlo la empresa… o trasladarse, directa o indirectamente, al sistema sanitario o al paciente. Y cuando hablamos de tratamientos esenciales, innovadores y de alto coste, hay poco margen para absorber ese impacto sin afectar al acceso o al precio final.
Desde el punto de vista jurídico, la medida abre muchos frentes. Puede chocar con acuerdos internacionales, principios del libre comercio e incluso con contratos ya firmados. Además, genera inseguridad normativa, lo que desincentiva la inversión en investigación, ensayos clínicos o producción. Las empresas no invierten donde no hay una legislación clara.
‘Las empresas no invierten donde no hay una legislación clara’
Europa ha recibido el anuncio con preocupación. En 2024, exportó más de 120.000 millones de euros en medicamentos a Estados Unidos, su mayor mercado extracomunitario. Alemania, Irlanda o Dinamarca sufrirían el primer golpe, pero el efecto se extendería a toda la industria. La Comisión Europea ha acelerado su estrategia de autonomía sanitaria: producción local, reducción de la dependencia asiática y blindaje legislativo. La pandemia lo dejó claro: la salud no puede depender de terceros países en momentos críticos. Esta nueva ola proteccionista lo confirma.
¿Y España? Por ahora, el impacto directo sería limitado. En 2024, solo el 6,2% de las exportaciones farmacéuticas españolas se dirigieron a EE. UU. Empresas como Faes Farma o Reig Jofre tienen allí una presencia mínima. Grifols, con fuerte implantación en ese mercado, fabrica buena parte de sus productos directamente en suelo estadounidense, lo que le protege ante eventuales aranceles. Pero el verdadero riesgo está en la dependencia importadora: España compra seis veces más medicamentos de EEUU de los que vende, y muchos son tratamientos punteros como oncológicos o biológicos. Si estos productos entran en la guerra comercial, los costes aumentarían, el acceso se vería comprometido y la planificación clínica podría resentirse.
Farmaindustria y otras entidades ya han advertido que el medicamento no puede convertirse en herramienta política. No se puede negociar con la salud. Y tienen razón. Un fármaco no es una mercancía cualquiera. No está para ganar batallas comerciales, sino para frenar la progresión de una enfermedad.
Estados Unidos tiene derecho a redefinir su política industrial. Pero cuando la salud entra en juego, el pragmatismo debe imponerse. Porque si los medicamentos se ven arrastrados a la guerra de los aranceles, no ganará nadie. Y perderemos muchos.
Gonzalo Martínez Guijarro, Site Contract Specialist en Syneos Health prestando servicios para Novartis. Profesor del Máster Universitario en Derecho Sanitario (Universidad Internacional de la Rioja).
gonzalomguij@gmail.com