Entre los grandes problemas que nos ha dejado, y sigue haciéndolo en menor medida, la pandemia, sin duda, es lo que más ha afectado a nuestro cerebro.

La pandemia causada por el COVID-19 ha sido una guerra biológica contra un virus que mantiene aislados o muy limitados de acción, actualmente, a un alto porcentaje de la población mundial como medida de salud pública.

Se habla a menudo de las repercusiones económicas de esta crisis sanitaria, llegando a declarar la necesidad de una economía de guerra por parte de algunos políticos en su triste discurso habitual, pero se obvia el enorme impacto psicológico que tendrán las consecuencias del COVID-19 y que, como todo está enlazado en la vida, afectará también a esa economía, aunque, para ellos, insensibles políticos, sea menos importante.

La depresión, la ansiedad y el estrés postraumático azotarán nuestra sociedad tras esta crisis y supondrán otra enorme pandemia de trastornos mentales, quizás menos visibles, pero reales.

Las medidas de confinamiento tomadas para frenar el coronavirus, la dureza de la situación para enfermos y profesionales sanitarios, así como la pérdida de seres queridos en situaciones de aislamiento e, incluso abandono, supondrán un verdadero examen para nuestra salud mental, tanto individual como colectiva. Y afectará tanto a los profesionales de la salud como a la población en general.

Casi mil millones de personas en el mundo viven con un trastorno mental

Cuando acabe el confinamiento, la vuelta no será, ni mucho menos, a la normalidad anterior. Para frenar la expansión de este virus hemos tenido que cambiar radicalmente nuestra forma de trabajar, de socializar, de disfrutar, y tendremos ya que convivir con un personaje siniestro que se ha colado en esa nuestra forma de vivir, la soledad.

A nivel casi individual o de unidad familiar, la gravedad de la situación mental puede ir desde algo más leve originada por haberse transformado el hogar en un manicomio debiendo soportar las iras y nervios de todos, hijos, esposos, hasta las rápidas pérdidas de seres queridos que no estaban anunciadas. Y, entre medias, una enorme variedad de causas como la soledad y la falta de relaciones sociales, sobre todo en un país tan acostumbrado a ellas por razones de existir un clima benévolo o de tener un carácter latino muy abierto.

Se podría hacer una lista enorme de las causas debidas a tantos problemas que afectan a grandes sectores de la población, incluidas las preocupaciones sobre el empleo y la seguridad de los ingresos, la exclusión social, el cierre de escuelas y el trabajo desde casa, lo que ha generado una enorme presión sobre las familias.

Y sin olvidar las interrupciones producidas en cirugías y otros servicios médicos, las posibles situaciones de violencia doméstica y los diferentes niveles de miedo, rayando la histeria, que tienen las personas de ser infectadas por los nuevos virus que van surgiendo en distintos países, fruto de sus mutaciones.

Además, ha sido especialmente grave para la humanidad el hecho de que la pandemia ya ha paralizado y retrasado años de desarrollo global, incluso en los países que menos pueden permitirse empezar a retroceder.

La evidencia está cercana. Después de la recesión del año 2008, que afectó en gran medida solo a EEUU, vino una ola de muertes por desesperación, impulsadas por el suicidio y el consumo de drogas.

Expertos vaticinan que ahora será mucho peor. Las cifras son claras. Casi mil millones de personas en el mundo viven con un trastorno mental. Cada 40 segundos, alguien muere por suicidio, y ahora se reconoce que la depresión es una de las principales causas de enfermedad y discapacidad entre niños y adolescentes.

Todo esto era cierto, incluso antes del COVID-19, pero ahora, además, estamos viendo las consecuencias de la pandemia en el bienestar mental de las personas y esto es solo el comienzo. Muchos grupos, incluidos los adultos mayores, las mujeres, los niños y las personas con problemas de salud mental existentes, corren el riesgo de sufrir graves problemas de salud a medio y largo plazo si no se toman medidas.

Entonces, ¿qué deberemos hacer para defendernos y protegernos lo máximo posible de este peligro inminente, dentro de la dificultad que supone?:

  • Cuidar de nuestros sanitarios. Los profesionales de la salud son, con seguridad, la población de mayor riesgo para el desarrollo del trastorno por estrés postraumático o cuadros ansioso-depresivos. Las larguísimas jornadas de trabajo, la presión asistencial debido al desbordamiento de los hospitales, la frustrante falta de recursos materiales para llevar a cabo su trabajo, el miedo al contagio por la escasez de sistemas de protección, la necesidad de tomar decisiones que tienen un impacto decisivo sobre la vida de las personas, etc., están poniendo al límite la salud mental de nuestros sanitarios y, en especial, de aquellos profesionales que trabajan en las UCIs.

Es una prioridad absoluta cuidar de nuestros cuidadores.

  • Reforzar la atención psicológica para la población. Aquellas personas más vulnerables, con patología mental previa, o que hayan vivido situaciones especialmente duras en su entorno, podrán empezar a desarrollar trastornos psicológicos tales como el trastorno por estrés postraumático, el de estrés agudo, el trastorno depresivo mayor, trastornos adaptativos u otros trastornos de ansiedad, así como el desarrollo de síntomas somáticos.

Y su sufrimiento puede ser mayor al del resto de la población. Se dice, incluso, que padecer una enfermedad mental aumenta el riesgo de contagio debido a una menor consciencia del riesgo, dificultades en el autocuidado o deterioro cognitivo.

  • Amortiguar el impacto psicológico del confinamiento. La necesidad de contener el virus ha hecho que las autoridades sanitarias de muchos países tomen la medida de aislar a la población, sin un límite temporal claro. La incertidumbre nos ha convertido en habitantes de una cárcel cotidiana.

El confinamiento genera una pérdida de la rutina, una reducción del contacto social y físico, frustración, aburrimiento y una sensación de soledad que puede resultar difícil de gestionar para muchas personas.

Existen estudios basados en la observación durante anteriores pandemias que arrojan una prevalencia de síntomas de ansiedad de hasta un 20 y un 18% de síntomas depresivos en la población en cuarentena, siendo los sanitarios significativamente los más afectados.

También se señalan cambios conductuales significativos incluso meses después del periodo de cuarentena, como el mantenimiento de la hiperalerta, del lavado de manos excesivo o la evitación de multitudes.

  • Asumir las pérdidas durante la crisis del COVID-19. Donde la soledad de esta crisis sanitaria impacta de manera especialmente cruda es en los procesos de fallecimiento de un ser querido.

Debido a que los enfermos son aislados en los hospitales cuando fallecen, sus familiares y amigos no pueden despedirse en persona. A esta situación hay que añadir que el procedimiento de manejo de cadáveres de casos del COVID-19 no permite velar al muerto y, por supuesto, tampoco permite celebrar funerales. Esta situación dificulta mucho el proceso de elaboración de un duelo y los rituales en este proceso son muy importantes, porque nos ayudan a aceptar y asumir la realidad de la pérdida.

  • Desarrollar la resiliencia colectiva. La resiliencia es la capacidad de las personas para adaptarse positivamente a situaciones adversas o traumáticas y salir fortalecidos. Cuando somos resilientes, utilizamos la adversidad como aprendizaje, como peldaño para mejorar y crecer como personas y como sociedad.

Durante esta pandemia estamos viviendo situaciones de extrema dureza.

Esta crisis sanitaria puede ser una oportunidad colectiva para buscar nuevos modos de relación y de vida social más en equilibrio con nuestros congéneres y nuestro entorno. La restauración social tras el COVID-19 solo puede surgir mediante una mutación social, un cuestionamiento de nuestras bases de convivencia, donde la cooperación y la solidaridad pasen a convertirse en algo estructural y no anecdótico.

  • Utilizar al máximo las herramientas digitales y transformar la salud mental usándolas.

¿Cuál ha sido el papel de las herramientas digitales para la salud mental durante la pandemia y cómo podrían ayudar a los servicios de salud a identificar los desafíos que aún están por venir? Esta pregunta tiene su respuesta en un artículo recientemente publicado en The Lancet: “Digital tools for mental health in a crisis”, del que resumo:

  1. El 70% de los países del mundo adoptaron la telemedicina o teleterapia en sus servicios de salud mental y apoyo psicosocial.
  2. Estas consultas remotas han sido efectivas para mejorar y tratar las condiciones de salud mental, aunque la adopción es muy variable en función del país.
  3. La aceptación por parte de los pacientes difiere según factores sociodemográficos y edad.
  4. La brecha digital también se ha puesto de manifiesto en el uso de aplicaciones móviles.

Hay que destacar que el informe afirma la necesidad de abordar la brecha digital, procurar un acceso equitativo a una población que es diversa, y que es necesario identificar los grupos para los que los servicios digitales deben ser prioritarios de aquellos otros para los que no son factibles.

La pandemia por COVID-19 ha traído consigo muchos más desafíos que la enfermedad en sí misma, pues no solo se ha asociado con un incremento significativo en los trastornos mentales, sino que ha puesto en manifiesto las fallas que se tienen en el sistema sanitario.

Particularmente, la salud mental ha estado tradicionalmente abandonada, hasta el punto de considerar que las más de mil millones de personas que se calcula sufren en el mundo de trastornos mentales, neurológicos o psicosociales, casi no han existido para la sociedad.

¿Y qué hay que hacer para que la salud mental abandone el terreno de lo oculto e inapreciable en la postpandemia?, ¿cómo lograr garantizar una vida sana y promover el bienestar para todos en todas las edades?, o bien, ¿qué estrategias son las que se tienen que implementar para que el derecho a la protección de la salud mental sea una realidad y no como ahora una simple utopía?

Sin duda, dar respuesta a estas interrogantes requiere de una transformación profunda.

La implementación de campañas de sensibilización con el propósito de reducir el estigma social disminuiría la brecha existente entre las afecciones psicológicas y la atención oportuna de las mismas, y permitiría incrementar la comprensión social de las crisis de vida y los trastornos mentales.

Igualmente, el involucramiento de todos los miembros de la sociedad en la promoción de la salud mental es y será siempre necesaria para la humanidad.

Y siendo cierto que la pandemia ha supuesto muchos aislamientos y confinamientos que han afectado a personas de todas las edades, ya que estudiar o trabajar desde casa no solo supone trabas en el desarrollo social, sino que genera estrés y sedentarismo, algo positivo se puede sacar es que la pandemia ha traído consigo una mayor visibilidad en torno a la salud mental, dejando atrás prejuicios y promoviendo que la gente busque ayuda.

Realmente espero que este sea el momento en que rompamos las barreras para hablar sobre salud mental, porque creo que lo más importante que podemos hacer, como profesionales y en nuestras familias y en nuestras comunidades, es hablar sobre eso.

Cada vez que hablamos de salud pública, deberíamos hablar de salud mental. Y cada vez que hablamos de COVID-19, deberíamos hablar de salud mental.