Vivimos inmersos en la sociedad digital. ¿Estamos a tiempo de cambiar el rumbo?

Las pantallas, teléfonos móviles, tabletas, ordenadores y televisores están ya omnipresentes en nuestro día a día. En tan solo dos décadas, la tecnología ha cambiado radicalmente la forma en que nos comunicamos, trabajamos, nos informamos y, por supuesto, educamos y entretenemos.

Los niños y adolescentes, verdaderos nativos digitales, son los que más intensamente están viviendo esta transformación. Desde edades cada vez más tempranas, los dispositivos electrónicos se convierten en parte central de su entorno doméstico, escolar y social. Lo que comenzó siendo una ventana de acceso al conocimiento y al entretenimiento se ha convertido, sin apenas darnos cuenta, en un hábito cotidiano que ocupa gran parte de su tiempo de vigilia.

Si bien el uso razonable y controlado de las pantallas puede aportar beneficios como acceso a recursos educativos, aprendizaje interactivo o conexión social, diversos estudios nacionales e internacionales advierten de los riesgos crecientes asociados al uso excesivo, especialmente en la infancia y adolescencia.

En España, los datos son elocuentes y preocupantes: más del 90% de los niños de entre 4 y 12 años superan el tiempo recomendado frente a pantallas, y el 94,9% de los adolescentes las utilizan de manera intensiva a diario. Esta tendencia, lejos de frenarse, ha experimentado un auge tras la pandemia de COVID-19, periodo en el que el aislamiento físico disparó la necesidad de contacto digital.

Las consecuencias son múltiples y afectan tanto al bienestar físico como al desarrollo cognitivo, emocional y social de los menores. Problemas de visión, alteraciones del sueño, incremento del sedentarismo, deterioro de la salud mental, déficits de atención y retrasos en el lenguaje son solo algunas de las señales de alerta que los expertos no dejan de señalar.

En este contexto, padres, educadores, profesionales sanitarios y responsables políticos se enfrentan a un desafío de gran calado: encontrar el equilibrio necesario para que la tecnología forme parte de la vida de los menores de manera saludable, sin que interfiera en su desarrollo global.

Con este artículo intentamos abordar en profundidad este fenómeno creciente, analizar sus consecuencias y ofrecer claves y recomendaciones para un uso consciente, moderado y seguro de las pantallas durante la infancia.

Uso excesivo de pantallas: una tendencia al alza en España

Según un estudio del Instituto Tecnológico del Producto Infantil y de Ocio (AIJU) junto a la Fundación Crecer Jugando, más del 90% de los niños entre 4 y 12 años superan los tiempos de exposición recomendados. Entre los adolescentes, los datos son aún más preocupantes: el 94,9% usa internet habitualmente con un promedio de más de siete horas diarias.

Factores que favorecen esta sobreexposición:

Acceso temprano a dispositivos personales.

Oferta ilimitada de contenidos digitales.

Digitalización educativa que incrementa el tiempo frente a pantallas.

Uso como método de distracción o calma en el hogar.

Además, la pandemia de la COVID-19 aceleró este fenómeno. Las pantallas se convirtieron en la principal vía de educación, socialización y entretenimiento.

Hoy, el gran reto no es eliminarlas, sino aprender a utilizarlas de manera equilibrada para evitar consecuencias negativas.

¿Qué recomiendan los expertos?

La Asociación Española de Pediatría (AEP) ha actualizado sus guías sobre el uso de pantallas según la edad del menor:

Niños de 0 a 6 años: evitar totalmente el uso de pantallas, salvo videollamadas con supervisión.

Niños de 7 a 12 años: limitar el uso a menos de una hora diaria.

Adolescentes de 13 a 16 años: no superar las dos horas diarias, con supervisión.

¿Por qué estas recomendaciones?

Neurodesarrollo: para proteger las funciones cognitivas, la atención y la regulación emocional.

Salud física: para evitar sedentarismo, obesidad y otros problemas musculoesqueléticos.

Salud mental: minimizar trastornos de sueño, ansiedad, depresión e irritabilidad.

Creación de hábitos saludables: fomentar alternativas de ocio y un uso responsable de la tecnología.

Además, el entorno familiar juega un rol decisivo. Se ha demostrado que cuanto más tiempo dedican los padres a las pantallas, mayor es la exposición de sus hijos.

Consecuencias de un uso excesivo

Las consecuencias del uso desmedido de pantallas son múltiples:

Problemas de visión: incremento notable de la miopía, fatiga ocular y dificultad para enfocar.

Trastornos del sueño: interferencia de la luz azul en la producción de melatonina.

Sedentarismo y sobrepeso: sustitución de la actividad física por el entretenimiento digital.

Salud mental: mayor incidencia de ansiedad, depresión y baja autoestima.

Déficit de atención e hiperactividad: dificultad para mantener la atención sostenida.

Retrasos en el lenguaje: menos interacción cara a cara, clave en el desarrollo de habilidades comunicativas.

La responsabilidad es compartida

Aunque las familias son el pilar básico en la regulación del tiempo de pantalla, no están solas en este desafío.

La escuela debe incorporar la educación digital responsable en su currículo. Las autoridades sanitarias y educativas deben liderar campañas de sensibilización. Por su parte, la industria tecnológica tiene la responsabilidad de crear herramientas seguras y accesibles para la infancia.

En este sentido, en 2024 el Ministerio de Juventud e Infancia propuso 107 medidas para crear entornos digitales seguros, incluyendo controles parentales y la verificación de edad.

Recomendaciones prácticas para un uso saludable

Las recomendaciones incluyen:

Establecer horarios claros y pactados.

Fomentar actividades alternativas como el deporte, lectura o juegos tradicionales.

Supervisar y acompañar a los menores durante el uso de pantallas.

Crear zonas libres de pantallas en la vivienda.

Ser ejemplo como adultos de un uso equilibrado.

Promover el pensamiento crítico sobre los contenidos consumidos.

Mantener un diálogo abierto sobre los riesgos digitales.

Con estas estrategias se busca equilibrar el uso de pantallas sin demonizarlas, sino integrarlas de manera consciente en la vida familiar.

Conclusión

El uso excesivo de pantallas en la infancia se ha consolidado como uno de los retos más urgentes y complejos de la salud pública actual. No estamos ante un fenómeno aislado ni anecdótico. Las cifras que revelan que más del 90% de los niños superan el tiempo recomendado frente a pantallas no son simples estadísticas: son el reflejo de un cambio profundo en la manera en la que los menores interactúan con el mundo que les rodea.

A medida que la tecnología se ha ido integrando en todos los aspectos de la vida diaria, educación, ocio, relaciones sociales, también se han intensificado los riesgos asociados a su uso descontrolado.

Las consecuencias ya son palpables: incremento de problemas visuales como la miopía precoz, alteraciones del sueño debido a la luz azul de las pantallas, aumento del sedentarismo y la obesidad infantil, dificultades en el aprendizaje, menor capacidad de concentración y una creciente incidencia de trastornos emocionales como la ansiedad, la irritabilidad o la depresión.

Lo preocupante es que, en muchos casos, tanto menores como adultos han asumido esta exposición como algo normal. Sin embargo, la normalización no debe llevarnos a la pasividad. Las pantallas son herramientas poderosas y útiles, pero cuando su uso se convierte en abuso, pasan a ser factores de riesgo para la salud y el desarrollo integral de los niños.

No obstante, estamos a tiempo de revertir esta tendencia. Las evidencias científicas son claras y las soluciones están al alcance.

Las recomendaciones de organismos como la Asociación Española de Pediatría nos marcan el camino: limitar los tiempos de uso, supervisar los contenidos, fomentar alternativas saludables como el juego físico y las relaciones cara a cara, y establecer normas claras en el hogar son medidas sencillas pero esenciales.

Además, es imprescindible asumir que esta responsabilidad es colectiva. Las familias son la primera línea de acción, pero necesitan del apoyo de las instituciones educativas, de las autoridades sanitarias, de la industria tecnológica y de toda la sociedad. Solo a través de un esfuerzo conjunto conseguiremos crear entornos digitales seguros y equilibrados para nuestros hijos.

El verdadero desafío no es eliminar las pantallas, algo imposible y poco realista en el contexto actual, sino educar en su uso responsable y consciente. Enseñar a los niños a disfrutar de la tecnología sin depender de ella, a valorar la importancia de las interacciones reales y a proteger su tiempo de descanso y juego es la mejor inversión que podemos hacer en su bienestar presente y futuro.

En definitiva, el reto de las pantallas en la infancia es también una oportunidad.

La oportunidad de formar generaciones más resilientes, críticas, saludables y conscientes. Si conseguimos que la tecnología sea una aliada y no un obstáculo, habremos dado un paso decisivo para garantizar que nuestros niños y adolescentes crezcan en un entorno que potencie sus capacidades sin poner en riesgo su salud ni su felicidad.