Los sistemas sanitarios de los países que nos rodean, con independencia de su modelo, presentan síntomas parecidos a los que vienen aquejando a nuestro Sistema Nacional de Salud y que ponen en duda su sostenibilidad a corto plazo.

Todos ellos persiguen, desde su creación, garantizar la cobertura universal equitativa del derecho a la atención sanitaria y a la protección de la salud mediante una amplia cartera de prestaciones y servicios alejando su financiación de los mecanismos de libre mercado.

Su coste es financiado de manera solidaria fundamentalmente con los recursos públicos procedentes de los impuestos generales. En algunos casos, esa financiación se ve complementada por aportaciones de las personas cuando reciben algunas de las prestaciones. El principio fundamental es el de recibir según las necesidades y aportar según las posibilidades, tanto fiscalmente como en el caso de tener que atender al llamado copago.

Como afirmaba en su momento la Dra. Margaret Chang, directora general de la OMS, se trata de que todo aquel que necesite asistencia sanitaria, ya sea terapéutica o preventiva, pueda obtenerla y no deba arriesgarse a la ruina financiera por ello.

La financiación necesaria deberá atender a las variables que vaya a tener la demanda de esa atención terapéutica o preventiva y a los elementos que configuran su coste, como es obvio.

El informe anual de la OMS fue dedicado en el año 2010 a esa cuestión, como claramente lo evidenciaba su título La Financiación de los Sistemas de Salud. El camino hacia la cobertura universal. La sostenibilidad de la universalización alcanzada en todos los países es una cuestión de financiación suficiente y de la adecuada eficiencia en el empleo de sus recursos. El citado informe lo explicita titulando uno de sus capítulos Más dinero para la salud y otro de ellos Más salud por el dinero.

El análisis de situación de nuestro SNS, aún a riesgo de ser simplista, debe atender al comportamiento de las variables cuantitativas que comprometen su sostenibilidad y sus valores de universalidad, solidaridad y equidad del modelo escogido de respuesta, a la satisfacción del derecho a la atención sanitaria y a la protección de la salud.

La financiación debe atender a la suficiencia necesaria que permita atender el volumen de demanda por sus costes, que son más del 50% en recursos humanos y de un 30% en gasto farmacéutico. El resto de los recursos financieros se emplean en inversiones nuevas o de reposición, en su mantenimiento y en suministros, fundamentalmente. El gasto sanitario lo debemos entender en sus tres dimensiones de respuesta a la demanda: docencia, asistencia e investigación.

La realidad es que los recursos financieros han estado por debajo de la media europea, por lo tanto, el gasto en recursos humanos también. Tanto en lo que a salarios respecta, como en dotaciones. Lo mismo ocurre con el gasto farmacéutico o las inversiones en innovación. Pero para que esos gastos no estuvieran aún más por debajo de la media europea, a la financiación procedente de la bolsa común de los impuestos generales le hemos tenido que añadir recursos prestados, lo que a su vez nos genera un gasto financiero.

Aun así, con todo lo dicho, no alcanzaríamos a mantener lo que tenemos y debemos recurrir a las listas de espera como instrumento de racionamiento.

Así pues, nuestro SNS se ha mantenido con una financiación por debajo de la media europea gracias al endeudamiento y a un   gasto en recursos humanos y farmacéutico también por debajo de su media europea. Hay que añadir a todo ello una limitación en las inversiones. Debemos considerar también como factor contribuyente, aunque menor e indirecto, a la población que disponiendo de una financiación privada de su atención sanitaria no utiliza el SNS.

La crisis económica lo puso aún más de manifiesto. Al disminuir los ingresos fiscales e imponerse una limitación al endeudamiento por parte de las autoridades europeas, todos los factores del gasto citados quedaron afectados, así como la accesibilidad por aumento de la listas de espera. Esas medidas de carácter coyuntural no pueden seguir siendo las medidas de sostenibilidad en ausencia de medidas estructurales, de las que más adelante hablaremos.

La crisis sanitaria, a renglón seguido de la crisis económica, ha obligado a añadir recursos extraordinarios para hacer frente a las nuevas necesidades que supuso el cambio disruptivo de la pandemia. Esos recursos, como su fuente europea mayoritaria, son extraordinarios para el gasto extraordinario en que se incurrió y no es de esperar un alto grado de consolidación. Habría que añadir los recursos necesarios para recuperar todo lo ordinario que se dejó de hacer y mantener todo lo que los recursos europeos nos permitan empezar.

La mejora de la financiación de nuestro SNS depende de tres variables simples de entender desde una perspectiva gestora. La primera, nuestro PIB. Si este aumenta o se reduce, va a afectar a la recaudación fiscal. La segunda es la voluntad política de destinar algún punto más, del equivalente en porcentaje de ese PIB al gasto sanitario público. Claro está que, siendo un equivalente porcentual, habrá que decirles a los ciudadanos de qué otros gastos se restará el incremento que se destine al SNS. La tercera es la de aumentar la presión fiscal, aunque no pueda ser mediante impuestos finalistas por imperativo de la UE.

Pero como muy bien dice el informe de la OMS al que hacíamos referencia, habrá que hablar de

más salud por nuestro dinero. Mejorar solo la financiación para seguir haciendo lo mismo no va a hacer más solvente nuestro SNS en ninguno de sus niveles, ante el reto del incremento y cambio de la demanda que ya no depende solo de los incrementos poblacionales, sino de la longevidad y la cronificación de las enfermedades. Todo ello acompañado de los hábitos de vida poco saludables, las mayores expectativas de la población, el papel del paciente como agente empoderado y las insuficientes políticas de salud transversales que deberían acompañar a todas las decisiones gubernamentales para contribuir a contener la enfermedad.

Pero si de algo está bien provisto nuestro SNS es de análisis, estudios y recomendaciones sobre las reformas necesarias para su solvencia y que siguieron al conocido como informe Abril Martorell del año 1991.

Un trabajo de La Unió en colaboración con la Universidad Internacional de Cataluña analizó 36 informes elaborados y publicados desde entonces y las medidas propuestas en ellos. Estas fueron recogidas y agrupadas atendiendo a los diferentes ámbitos de aplicación:  la organización de SNS, su financiación, la cartera de servicios, el modelo de gestión asistencial, los profesionales, la gestión de la demanda, la farmacia y la gestión eficiente de unos servicios de calidad.

De sus principales conclusiones podemos destacar la de la poca traslación, en general, de las recomendaciones y la de que la mayoría de los puntos de partida de los análisis, así como los retos, siguen vigentes.

Con motivo de las necesarias medidas de reconstrucción de nuestro sistema económico y social, en el año 2020 añadimos un nuevo documento que, como otros anteriores, obtuvo su correspondiente aprobación parlamentaria. Su contenido en lo que a la sanidad pública se refiere contiene unos propósitos muy en línea con lo dicho a lo largo de las más de tres décadas al respecto y que abocan al tan inalcanzable como necesario Pacto de Estado.

‘Disponemos de planes y estrategias del SNS para casi todo, pero sin memoria económica ni instrumentos para llevarlas a cabo’

Mientras mantenemos un SNS con criterios de financiación, de planificación, de asignación de recursos, de políticas de recursos humanos y de instrumentos de gestión propios de la realidad de los 80, hemos llegado al 2023 con el conjunto de problemas a los que ya no les vale el tratamiento sintomático. Los criterios de financiación no se ajustan a la prioridad que se dice que los ciudadanos dan a la sanidad pública, la planificación sigue mayoritariamente criterios ligados a dispositivos y no a servicios, las políticas de recursos humanos no parecen ser las más adecuadas al profesionalismo y a la autonomía profesional responsable que este  preconiza, la asignación de los recursos, atendiendo al gasto histórico del equipamiento correspondiente, prima el hacer por encima del resultado de lo que se hace y los instrumentos básicos de gestión económica son más de administración que de gestión empresarial pública.

Pensar que la solución pasa solo por mejorar la financiación y seguir igual no parece la mejor opción para muchos, especialmente en lo que a la atención primaria se refiere.

Los recursos de capital conocimiento disponibles, que son nuestros profesionales sanitarios y que deben formar las universidades, han obedecido principalmente a las posibilidades de nuestro sistema universitario y al objetivo de la formación excelente, como no puede ser de otra manera. Pero no ha sido requerido para atender al incremento de las necesidades ni a atender a la reposición generacional. Lo mismo nos ha ocurrido con los criterios y con los diferentes agentes que intervienen en la formación de posgrado en las especialidades, así como en la definición de las competencias. Ante la imposibilidad de que la realidad se subordine a las normas, estas deberían ir adecuando la regulación a las nuevas realidades profesionales, pero también a las sociales y personales. Ya lo hicimos en su momento con la superación de las ordenanzas laborales y después con la LOPS, pero habrá que seguir avanzando.

Disponemos de planes y estrategias del SNS para casi todo, pero sin memoria económica ni instrumentos para llevarlas a cabo. En general, las diferentes aplicaciones en las CCAA de esos planes, y de los suyos propios en el ejercicio de sus competencias, se ven limitadas a la constatación de la bondad de sus programas o pruebas piloto sin alcanzar mayoritariamente su pleno desarrollo para la CCAA o para el conjunto del SNS al requerir en la mayoría de los casos   de una reforma normativa.

Los debates de los últimos tiempos sobre cualquier tipo de reforma se sostienen sin evidencia objetiva, pública e independiente de los resultados actuales y de su evaluación. Entre las propuestas históricas se encuentra la de disponer de una Agencia de Evaluación que legitime la bondad de las políticas de salud y de atención sanitaria por los resultados de su gestión y no por el prejuicio ideológico. Y esos resultados deben ser los mejores posibles para la persona que recibe la atención, los profesionales que la prestan y el contribuyente que sufraga el coste. Un importante avance lo constituyen las políticas de transparencia como un primer paso de la rendición de cuentas.

Con todo ello disponemos de buenos indicadores de salud y de atención sanitaria en la alta especialización, aunque no equitativos y de accesibilidad. Pero no debemos atribuirnos el calificativo de eficientes sin contrastarlo con el de tener un sistema barato.

Pero el debate es aún también el de los años 80 y se centra en que todo cambio alimenta la privatización de la atención sanitaria y pone en peligro el Modelo escogido. No parece que la realidad haya superado en positivo ese debate y que la sanidad pública no sea aquella de plena responsabilidad pública. La discusión política se hace desde esa perspectiva de no superación ya sea para hablar sobre la titularidad de los medios, el  tipo de esa titularidad, la separación de funciones entre autoridad – financiación y gestión o la naturaleza de la relación laboral de los profesionales. Es fácil introducir la terminología de sanidad pública como sinónimo de sanidad de titularidad pública de los medios con personal funcionarial e instrumentos de gestión administrativa centralizados, cuando no hay interés pedagógico en los mensajes a la ciudadanía.

Promover esa discusión y debate sin el sustento objetivo de los resultados de hacer las cosas de una forma u otra, manifiesta también intereses. Según expertos en comunicación política, el termino privatización sugiere al subconsciente del ciudadano que algo que es gratis deberá pagarse y al empleado en un servicio público le hace pensar que su estabilidad laboral puede salir perjudicada. No parece que en las propuestas de reforma planteadas en los informes realizados hasta ahora se pueda encontrar la de dejar la atención sanitaria en el libre mercado, pero se sigue insistiendo en ese análisis. Ello no quiere decir que no existan intereses al respecto, pero los resultados de esa opción no avalarían la consecución de la satisfacción de un derecho constitucional, ni los valores con qué hacerlo.

No son las reformas largamente reclamadas las que ponen en peligro nuestro SNS. Es precisamente el no hacerlas y pensar que mientras perjudique al adversario, no me ha de preocupar políticamente. En atención sanitaria, el cortoplacismo de los resultados de gobierno u oposición con la gestión centrada en la opinión pública nos ha llevado en el largo plazo a consecuencias como las que estamos viviendo.

En las oportunidades que toda crisis abre está el reconocimiento parlamentario en julio de 2020 de la necesidad de un pacto social en pro de la sanidad pública entendida esta con rigor. Es el momento de volver a repasar en el Parlamento todo lo que hasta ahora han dicho los diferentes estudios e informes y debatir sobre sus recomendaciones, acordando cuáles han de ser de aplicación y con el compromiso de la rendición de cuentas sobre sus resultados con el consenso posible y necesario.