Hemos vivido, estamos viviendo y viviremos una experiencia jamás pensada y para la que nadie estaba preparado.

Los responsables de los países europeos, como también de los Estados Unidos, miraban con cierta distancia una epidemia en la lejana China convencidos de que no había que cometer los errores de exageración que se dieron con la gripe A, de que nuestros sistemas sanitarios eran robustos y estábamos más que preparados para la ocasión. Seguir a pies juntillas el manual de gestión de una pandemia antes de tiempo comportaría un gran quebranto de nuestras economías. La primera decisión fue, por tanto, “wait and see”, sin acompañamiento de un plan de contingencia. La confianza en que el gobierno chino resolvería la epidemia primó sobre las exigencias sobre este para contenerla, ofreciéndole ayuda llegado el caso. Aún así, las personas procedentes de China eran vistas con cierto recelo y los primeros casos se centraron en la causa de importación, con fronteras abiertas. Y así fue sucediendo en la mayoría de los países. Una pandemia, al final, tiene su origen en la extensión de un foco epidémico que no ha podido ser detectado o contenido.
Una vez presente la epidemia en Italia, la confianza en que la resolverían los italianos y algunas medidas de detección de posibles infectados entre las personas que habían estado allí o habían tenido contacto con gente de allí, podría ser suficiente. Contener la presunta metástasis de la epidemia China en Italia no fue una prioridad de la UE. El resultado es por todos conocido.

La prueba de estrés, como bien dice Julio Sánchez Fierro, a que los sistemas sanitarios se ven sometidos en Europa y en todo el mundo, es de una extraordinaria dimensión, como también lo es para sus economías. En un mundo globalizado, paradójicamente, no contemplábamos una pandemia, pese a algunos presagios publicados por los científicos.
En nuestro país hemos podido corroborar cómo la robustez de nuestro sistema sanitario estaba en la calidad humana y en la competencia de nuestros profesionales. Pero se hace evidente su poca robustez financiera y estructural fruto de una infrafinanciación pública crónica agravada, que no causada, por la reciente crisis económica, que minoró aún más sus dotaciones presupuestarias. Pero también pone sobre la mesa su modelo real de gobernanza, su modelo asistencial y la importancia de la Salud Pública como disciplina y ámbito funcional garante de la salud poblacional.

La consideración de los centros de financiación privada como parte estructural del sistema pone en evidencia la necesidad de no olvidar que toda la Sanidad es de responsabilidad pública. Distinguir entre sector público y privado por razón de titularidad de un equipamiento o de la financiación de los servicios no debe eximir de la consideración de toda la atención sanitaria como un servicio público.

También ganar capacidad estructural física mediante la habilitación extraordinaria de espacios deportivos o establecimientos hoteleros es una medida a tomar, si se hace anticipadamente y con los recursos técnicos y humanos necesarios.

No obstante, por lo visto en otros países con mejor financiación pública y privada de sus sistemas de salud también les han saltado las costuras. Tendremos que ver cuáles han sido, en cada caso, las medidas iniciales ante una pandemia declarada, su progresión y su relación con los resultados obtenidos en su resolución.

En la gobernanza de la crisis provocada por una demanda nueva, de gran volumen, progresiva y sostenida que desborda la capacidad de respuesta, pasa a ser crucial la toma de decisiones oportuna en el tiempo. Cuándo, cómo, dónde, quién y con qué son la parte fundamental del árbol de decisiones. Tomarlas a tiempo y en la secuencia adecuada condicionará siempre los resultados. Esas decisiones tienen que cumplir con tres objetivos principales: disminuir la mortalidad por COVID-19, disminuir las infecciones por contagio hasta eliminarlas y evitar el colapso asistencial para poder seguir dando respuesta a nuevos casos y al resto de patologías que obviamente se siguen presentando. Pero también deben cumplir con el objetivo de poder evitar la enfermedad en el futuro disponiendo de tratamientos efectivos con las vacunas y los fármacos adecuados.

La progresión de esta pandemia, parece ser, se produce por contagio entre humanos. Para ello hay que evitar el contacto de las personas sanas con las infectados y sus entornos. Alcanzarlo pasa por maximizar la población diagnosticada para aislarla. Hasta llegar a ello debe abordarse el confinamiento general adoptando medidas higiénicas y de protección hasta la regresión total de infectados.

El alcance de los objetivos perseguidos, lo antes posible, mediante estas medidas aplicadas por quien deba hacerlo, donde deba hacerse y con los medios precisos lo antes posible y con la seguridad debida, determinará la dimensión del impacto social y económico final.

Las decisiones descritas deben tener carácter dinámico en función de los resultados que se van obteniendo para poder revertirlas o reconducirlas en el momento preciso reduciendo así las consecuencias de muchas de ellas sobre la economía productiva. Para ello los sistemas de información deben aportar datos fiables, uniformes y oportunos en el tiempo. No disponiendo de vacuna ni de tratamiento efectivo, la decisión debe apoyarse en el oportuno diagnóstico epidemiológico, especialmente por lo que atañe a los pacientes asintomáticos. El riesgo de hacerlo sin datos precisos o estimaciones certeras puede provocar repuntes episódicos de la epidemia. No olvidemos, como antes decíamos, que el vector conocido del COVID-19 es el ser humano infectado.

Ahora seguimos aún en la fase reactiva de respuesta asistencial, en la preventiva de confinamiento y en la de protección personal. Ninguna de ellas exenta de dificultades operativas. La amplia detección de personas positivas y asintomáticas parece llevar un ritmo lento, en medio de grandes turbulencias en el mercado de los necesarios test. También el dotar con carácter universal a los ciudadanos de material y equipos de protección individual lleva un ritmo parecido y sincopal influido por las condiciones del mercado y por las decisiones tomadas sobre la adquisición centralizada de los aprovisionamientos para evitar inequidades.

Ahora seguimos aún en la fase reactiva de respuesta asistencial, en la preventiva de confinamiento y en la de protección personal

Los principios que rigen la buena gobernanza son el de las decisiones participadas, la transparencia y la rendición de cuentas. En estos momentos extraordinariamente difíciles las decisiones sobre el futuro, como en todo, se toman hoy. Nadie saldrá ileso de las consecuencias de no practicar o no dejar practicar esos principios en la gestión de esta crisis.
Debemos ser conscientes de que reforzar el Sistema Nacional de Salud pasa por una mejor financiación, pero no para seguir igual. Mucho, y desde hace mucho, hay escrito sobre las reformas necesarias y la adecuación a la nueva realidad poblacional, más numerosa, más longeva y afectada en muchos casos de patologías crónicas. Ser un sistema barato, no significa ser un sistema eficiente. No caigamos en la trampa de valorar los rankings sin detallar qué miden, como bien dice Ignacio Riesgo.

Alinear la inexcusable mejora de la financiación sanitaria con las necesidades de atender a las pensiones, al desempleo y a la recuperación empresarial no es tarea fácil. Pero no por ello debe obviarse para no resquebrajar la cohesión social. Primero habrá que atender a dar el pescado, pero luego habrá que enseñar a pescar en un mar que nos habrá cambiado.
No son momentos de reproches y sí de análisis continuos del devenir de esta tragedia sanitaria de graves consecuencias socioeconómicas. Debemos aprender bien las lecciones para que una vez consigamos salir, no sigamos igual. Si las aprendemos bien seremos más fuertes sanitariamente, económicamente y socialmente. No es el momento para conservadores de izquierdas ni de derechas.