En su momento, Ángel Lanuza, como ejecutivo de FENIN, comentó en el programa de radio Valor Salud que “en la Sanidad hay más pilotos que en las compañías aéreas”, en clara referencia a la cantidad de primeras experiencias de implementación de innovación tecnológica que acaban muriendo en esa primera experiencia. Por eso debemos hacer hincapié en que nos referimos a pilotos de aviación, profesionales de los cuales podemos aprender mucho. Y por extensión, podríamos aprender de una amalgama de profesionales que trabajan en el mundo de la aviación. Pues igual que para que los médicos curen hace falta multitud de equipos técnicos y profesionales clínicos y no clínicos, para que los aviones vuelen pasa exactamente lo mismo.

No son pocas veces en las que se ha escrito y reflexionado sobre la utilidad de los desarrollos y las enseñanzas de la aviación a la sanidad, y viceversa. Sería el año 2002 cuando tuve la ocasión de debatirlo en el despacho de un CEO de una línea aérea, a propósito de un proyecto que se estaba gestando, que veía una gran cantidad de similitudes entre la sanidad y la aviación. Muy resumidamente:

  • Coordinación entre multitud de servicios logísticos para el éxito de las operaciones.
  • Multitud de operaciones simultáneas.
  • Utilización de alta tecnología, sofisticada y en continua actualización.
  • Profesionales clave en la prestación del servicio altamente cualificados y super especializados.
  • Alto riesgo de daño o pérdida de vidas humanas en cada operación de vuelo.
  • Necesidad de una cultura de la seguridad para generar una imprescindible confianza en el sistema y la organización.

De la aviación tenemos mucho que aprender, sobre todo en materia de seguridad y eficiencia (dos conceptos inseparables). No es casual que se pueda afirmar, con datos en la mano, que el avión es el medio de transporte más seguro. Y esto no ha ocurrido porque sí. A mediados de los setenta, la expansión de los vuelos comerciales trajo consigo un incremento desproporcionado de accidentes y catástrofes aéreas. Para algunos expertos, el punto de inflexión estuvo en un accidente que se produjo en 1978, cerca de Portland: la investigación concluyó que la incapacidad de la tripulación para actuar como un equipo, para repartir las tareas adecuadamente y para detectar situaciones críticas fue la principal causa, pues vigilando un problema del tren de aterrizaje retrasaron el aterrizaje y se quedaron sin carburante.

Diferentes investigaciones vienen corroborando que el error humano está en la causa de la mayoría de los accidentes, sobre todo carencias en la comunicación interpersonal, en la toma de decisiones y de liderazgo. Hoy en día está en el ADN de la aviación esta posibilidad, por lo que se trabaja intensamente en el entrenamiento de las tripulaciones para reducir los “errores de piloto” haciendo un uso más efectivo de los recursos disponibles (lo que se conoce como CRM, Cockpit Resource Management). Consecuentemente, el piloto aéreo tiene interiorizado:

  • Una alta concienciación personal de la importancia del cumplimiento estricto los procedimientos y la seguridad. Por responsabilidad y asumiendo las consecuencias.
  • Un comportamiento estandarizado y sistematizado a nivel internacional, que se han entrenado previamente, incluso en simulacros de situaciones de riesgo como parte de su formación.
  • Un alto conocimiento de los recursos disponibles, de la tecnología que maneja y sus peculiaridades, de los procedimientos que afectan a su tarea para tener un “buen vuelo”, eficiente, puntual y seguro.
  • Una cultura de seguridad positiva, comunicando la información de seguridad pertinente.

Esta concienciación y formación profesional sería inútil e imposible sin una organización que impulse y respalde a conciencia la seguridad como parte del ADN organizacional.

En España, la Agencia Estatal de Seguridad Aérea (AESA) trabaja con un modelo de seguridad basado en tres pilares complementarios: confianza en la técnica, sistemas de gestión de seguridad y fatores humanos y organizacionales. Y en ocho elementos clave: compromiso de la organización, dotación de recursos, cultura justa (protección del notificante y confianza en el sistema), conciencia y gestión del riesgo, trabajo en equipo, comunicación y formación, responsabilidad y participación. Y con una evaluación sistematizada.

Y debe interiorizarlo cada profesional para su mejor trabajo personal. Pero, como hemos comentado, debe impulsarse a nivel equipos y organizativo, pues es clave la concatenación coordinada de las intervenciones al paciente. El fin es un “viaje asistencial” seguro y satisfactorio, sin que errores de retrasos, o intervenciones innecesaria, por ejemplo, lo compliquen.

Si una pérdida de maleta, por ejemplo, supone un trastorno al viajero, imaginemos lo que supone algo similar en la Sanidad. Bueno, lo mismo no hay que imaginar tanto, pues seguro que experiencias cercanas tendremos todos y cada uno de nosotros.

Indiscutiblemente esa concatenación se nos ha complicado con la pandemia, pero no es excusa para no asumir el reto de la seguridad y la eficiencia ahora más complicado que nunca.

Obviamente en Sanidad no partimos de cero, pues la cultura de la seguridad, si bien veníaa subiendo antes de la pandemia, con la misma se ha potenciado. Por eso hablamos siempre de impulsar la implementación, pues parte de la cultura de la seguridad es el inconformismo y la conciencia de que siempre se puede hacer algo más para evitar, a veces incidentes de pequeñas o casi nulas consecuencias y, otras, accidentes con gravísimas consecuencia para los pacientes. Al igual que pasa en la aviación, con potenciales pérdidas de vidas humanas.

Mi agradecimiento al piloto de aviación Manuel Acuña Labella por su contribución a la documentación y elaboración de esta reflexión.