Antes de la pandemia, el Sistema Nacional de Salud padecía las consecuencias de tres crisis simultáneas que deberían ser abordadas, según la mayoría de los expertos, con reformas cuya finalidad fuera garantizar sostenibilidad futura.

La primera, la del modelo asistencial, sobre el que presupuestamos los recursos necesarios para la atención a las personas, que sigue un patrón pensado para una demografía generadora de una demanda aguda y episódica, propia de una pirámide demográfica con predominio de personas jóvenes, como cuando se diseñó.

Carga sobre el hospital y el médico la atención reactiva a la enfermedad haciendo de la actividad y de las estructuras un parámetro relevante de la medida de los resultados. Hacer más es ir mejor, rezaban las memorias de los centros.

Sitúa a la Atención Primaria con poco acento en la resolución, en la integralidad y en la comunidad, no acaba de encajar a la atención a la Salud Mental ni a la Salud Pública, que goza de muy poca transversalidad y es poco inductora de las políticas. Pese a ello la Atención Primaria, con las costuras tirándole por todos lados, no solo las presupuestarias, procura adaptarse a la realidad de la demanda.

La oficina de farmacia comunitaria sigue centrada en la dispensación de lo prescrito en las recetas desde la Atención Primaria o el hospital del SNS, con escasa participación en otras actividades que potencialmente podría desarrollar.

La realidad impone la necesidad de modelos organizativos informales, en la mayoría de los casos, que incorporan la multidisciplinariedad y multiprofesionalidad entre niveles, para abordar la no nueva realidad de la cronicidad, el componente de afectación social de la enfermedad, la innovación tecnológica o el mayor papel del paciente en sus procesos. Pero los presupuestos no pueden entender de asignaciones a organizaciones fruto de coordinaciones o acuerdos funcionales. La estructura presupuestaria muestra una singular robustez en los conceptos de asignación de los recursos, compartimentada de acuerdo con un catálogo de prestaciones que es más un catálogo de las facturas de las “que me hago cargo” como SNS por cuenta del paciente, que no una relación cualitativa de servicios.

Los gestores ven limitada su autonomía de gestión para la traslación práctica de sus conocimientos, competencias y habilidades a una gestión de los recursos algo menos finalista en su asignación previa y más proclive a maximizar la eficiencia en la obtención de los resultados. Todo ello, junto a la autonomía de los profesionales y la gestión y gobernanza clínicas, como realidad necesaria. Centrarlo en los resultados obtenidos con la atención prestada en la resolución de un problema de salud, ya sea episódico o crónico, los objetivos deberían justificar el adecuar los procedimientos administrativos a tal menester y no hacer de su cumplimiento la finalidad.

La adaptación en condiciones extremas de las organizaciones por sí mismas, más allá de la norma existente o no existente, ha permitido una mejor capacidad en la respuesta durante la crisis sanitaria. Pero también hemos visto como regirse con normas pensadas para situaciones de normalidad en la adquisición de materiales y equipos ha retrasado su disponibilidad, siendo necesario recurrir a procedimientos más ágiles y autónomos por parte de los centros.
Elevar a categoría de normalidad, en la estructura presupuestaria, lo que actualmente es normal organizativamente es indispensable para la reforma del modelo asistencial.

La segunda crisis, la económica, tampoco hace mella en la estructura presupuestaria para reformarla y para ganar eficiencia como instrumento de asignación de recursos. Se agudiza y se pone aún más de manifiesto la insuficiencia financiera crónica sin debate claro sobre cómo mejorarla más allá de marcar cada uno su posición sobre incrementos de los impuestos, copagos y colaboraciones público-privadas. Las propuestas sobre incrementar el equivalente del porcentaje del PIB del gasto sanitario público tampoco contemplan decisiones de coste de oportunidad con relación a otras políticas. Aun así, la mejora de la financiación está permanentemente en la agenda política.

Pero la mejora de la financiación mantendrá lo que ya tenemos, porque no son únicamente recursos económicos lo que necesitamos. Necesitamos mejorar nuestra efectividad con la adaptación de la oferta a los nuevos paradigmas de la demanda que ya incorporan también los riesgos de una epidemia.

La oportunidad de repasar lo que la crisis nos ha enseñado y diseñar un nuevo modelo asistencial que marque un nuevo modelo presupuestario parece no estar en la agenda. Todo lo reformable debe caber en el patrón vigente de anatomía presupuestaria con que se manejan las CCAA, propio de una gestión directa y centralizada de los establecimientos sanitarios en los Servicios de Salud.
La crisis económica acentúa también, paradójicamente, la tercera crisis, la política, esta crónica.

Una vez más se muestra incapaz inicialmente o poco interesada en el consenso imprescindible requerido por una Política de Estado, como debería de ser la de la de protección de la salud y de la atención sanitaria de los ciudadanos en el marco de un modelo universal, solidario y equitativo como el nuestro. No habrá sido por falta de ideas y aportaciones hechas a lo largo de los años, sobre las que poder debatir y acordar en nuestro país. Ahora estamos ante una nueva oportunidad para desarrollar un acuerdo por lo que parece. Nunca debemos perder la esperanza y debemos insistir en que se ponga todo el empeño en que ganen las personas y no en qué posiciones políticas de parte salen airosas a corto plazo. Participación, transparencia y sobre todo rendición de cuentas en su momento de lo acordado deberían presidir su devenir. También, si en ese devenir algo de lo acordado se muestra erróneo o mejorable, habrá que reconducirlo.

La cuarta crisis, la sanitaria, provocada por la pandemia, ha puesto de manifiesto el que las tres crisis anteriores están por resolver y las ha agudizado.

Salud Pública es algo más que lo que hasta ahora ha sido, aun disponiendo de una ley que lo posibilita. La respuesta reactiva inevitable inicialmente desde los servicios de urgencia de los hospitales no ha tenido en los recursos y organización de la Atención Primaria, que no en su voluntad, la respuesta de contención necesaria.

También hemos visto cómo los centros de titularidad privada también son servicio público y debería ser así considerados más allá de la crisis.

La atención a la demanda de crecimiento exponencial que la pandemia ha exigido, ha producido un considerable enlentecimiento en la atención continuada e integral de los pacientes crónicos, en la prevención secundaria, en las pruebas diagnósticas o en la cirugía programada. En muchos casos también por el temor al contagio que ha alejado a muchos pacientes de los centros sanitarios. Todo ello queda muy bien expuesto por la Plataforma Cronicidad en el Horizonte 2025 constituida por asociaciones profesionales, científicas y de pacientes con el fin de proponer la continuación de los proyectos de atención a la cronicidad e iniciar las reformas que lo hagan posible.

Las cuatro crisis existentes, la del modelo asistencial, la económica, la política y la epidemiológica, afectan a la atención sanitaria y a la protección de la salud del ciudadano, al desarrollo pleno de las profesiones sanitarias y al contribuyente como real financiador. Su superación es cuestión de todos.