Una de las lecciones de la lucha contra la desinformación en salud que hemos vivido durante la pandemia es que desmontar un bulo no basta para evitar que las personas cambien de opinión. Lo hemos comprobado muchas veces desde el Instituto #SaludsinBulos, como también todos los lectores que hayan intentado convencer sin éxito a alguien de su entorno de que las vacunas son seguras o de que no tenían grafeno, a pesar de que les pegara la cucharilla en el brazo. Como si fuera un debate sobre la existencia de Dios o sobre recetas de cocina, la respuesta invariable en muchas personas, ante cualquier evidencia, ha estado basada en sus creencias. “Pues yo creo…” para ellos parece tener el mismo peso que cientos de estudios reproducibles y miles de investigadores en todo el mundo respaldando los mismos.

Ahora, un estudio de la Universidad de Tufts publicado en la revista PLoS ONE ha venido a confirmar lo que ya sospechábamos: si un mensaje contradice las creencias del que lo escucha no será aceptado, por mucha evidencia que le acompañe. Quienes luchamos por la información veraz en salud sabemos que las redes sociales favorecen la exposición a los bulos de salud porque nos presentan personas y publicaciones que piensan como nosotros, la llamada homofilia. Así que, si creemos que existe una conspiración mundial para experimentar con la población vamos a confirmar nuestras creencias (sesgo de confirmación) con nuestro entorno, asumiendo que “todo el mundo” piensa como nosotros. Cuanta más exposición exista a la fuente de desinformación, más riesgo hay de acabar creyendo el bulo. No es de extrañar, entonces, que quienes pasan más tiempo en redes sociales suelen creerse más los bulos que el resto.

Sin embargo, el modelo predictivo desarrollado por un estudiante de ingeniería de la Universidad de Tufts, principal autor del estudio, va más allá y asegura que la psicología individual es tan importante como la exposición en sí, y cuanto más alejado esté la información de las creencias del individuo más difícil será que confíe en ella. Por eso, los investigadores plantean la necesidad de cambiar la estrategia contra la desinformación y actuar sobre las creencias.

Las creencias son modelos arraigados de pensamiento y es muy difícil modificarlas por completo. Para que un creyente en la teoría de la conspiración cambiara de una opinión neutra (un 3 de una puntuación del 0 al 6) a una postura de fuerte credulidad (un 6) tendría que ocurrir un hecho dramático, según los autores. Por ejemplo, que un líder de opinión antivacunas en el que confiaran cambiara de opinión o falleciera por no vacunarse, como así ha ocurrido en algunas ocasiones.

Entonces, ¿cómo cambiar las creencias de quienes se niegan a aceptar la evidencia? No podemos esperar a que suceda un hecho dramático para conseguir reconducir al método científico a una persona que lleva años convencido de que existe una conspiración mundial para matar a la población anciana, controlar a los ciudadanos con microchips o fabricar medicamentos peligrosos e ineficaces. El sistema de creencias de esas personas está muy asentado y tanto su comunidad como sus fuentes de información respaldan o al menos toleran esas ideas anticientíficas.
Sin embargo, sí podemos actuar sobre la gran mayoría de población que se muestra escéptica sobre los resultados científicos, que confía más en su propia experiencia que en la publicación más citada en New England Journal of Medicine. En primer lugar, no ridiculizando sus creencias o dándoles una etiqueta radical como “negacionista” o “antivacunas”, porque el efecto es justo el contrario, la persona se cierra al diálogo y tiende a radicalizarse más.

En segundo lugar, hay que apoyarse en referentes en los que el paciente confíe. Los profesionales sanitarios, en especial los médicos, son una de las principales referencias en información veraz sobre salud para la población, como revelan las encuestas, aunque esa confianza está en peligro. Ocho de cada diez médicos aseguran que el exceso de información (infoxicación) sobre la COVID-19 ha llevado al paciente a dudar de ellos, según el IV Estudio de Bulos en Salud-Covid19, realizado por el Instituto #SaludsinBulos y Doctoralia.

La dificultad de acceso a Primaria y la falta de tiempo en la consulta debido a la presión asistencial que han denunciado tanto los médicos de familia como los pacientes, han empeorado la comunicación clínica. El paciente, para confiar, necesita que le miren a los ojos, que le escuchen y le hablen en un lenguaje comprensible, según otra encuesta que realizamos a pacientes este mismo año. Con menos de 5 minutos por consulta y, a menudo, sin ni siquiera un contacto cara a cara, como está ocurriendo con las audioconsultas, es complicado conseguir una buena comunicación, y el peligro de recurrir a Dr. Google o Dra. Influencer es muy alto.

Sin embargo, existen estrategias eficaces para optimizar la comunicación clínica incluso en pocos minutos, con la recomendación de fuentes fiables, el apoyo audiovisual, la recogida de opiniones del paciente, el envío posterior de documentación, etc. Todas esas estrategias están basadas en la evidencia y forman parte de los consensos en comunicación clínica eficaz que desde el Instituto #Salud hemos creado con las sociedades científicas y las asociaciones de pacientes en ámbitos como la dermatología, las patologías crónicas, el cáncer de colon, el cáncer de pulmón, la ERGE, la neurología, el lupus y el dolor.

Por tanto, para convencer a los pacientes que adopten hábitos saludables y se adhieran al tratamiento no basta con explicarles su bondad, sino que tenemos que dar un paso más y crear estrategias de comunicación eficaces en las que los profesionales sanitarios se conviertan en su principal referente de información veraz, en detrimento de las fuentes de bulos, y sus mensajes formen parte de sus creencias.