No hace ni dos meses nos creíamos invencibles. Continuábamos con nuestra vida, nuestro devenir diario, ocupados y preocupados, sin más.

El coronavirus llegó a nuestras vidas sin avisar, como todas las situaciones repentinas que cambian nuestro día a día, de golpe. Se han filmado muchas películas en las que grandes tragedias azotaban a la humanidad y unos pocos valientes luchaban por conseguir salvar la tierra. Normalmente lo conseguían y la película solía llegar a un final feliz con alguna moraleja que podía hacer más o menos reflexionar.

Esta vez, no hablamos de películas, aunque a veces pueda parecerlo cuando, desde la distancia, vemos cómo han ido creciendo el número de contagiados y de fallecidos, primero en un lugar lejano, luego más cerca, finalmente en casa. Desde la distancia también hemos sido partícipes de la gran labor de los protagonistas de esta película, los profesionales que están en primera línea para conseguir devolver a la población su equilibrio perdido.

En parte me recuerda a lo que se ha descrito como el síndrome de la familia enferma y el ciclo salud-enfermedad que ocurre en el seno de la familia cuando uno de sus miembros enferma. Atendiendo a este síndrome, todo grupo familiar o familia se comporta ante la adversidad de una forma aprendida. Cada uno de nosotros, aprendimos en la infancia y durante el tiempo en que vivimos con nuestros padres a reaccionar de una u otra forma ante diferentes circunstancias, aprendimos a ver cómo lo hacían nuestros padres. Con el paso del tiempo, hemos seguido aprendiendo a reaccionar de una u otra forma en función de la experiencia que hayamos ido experimentando respecto a las cosas que nos hayan pasado, incluida la enfermedad. De manera que, hoy en día, ante una adversidad como puede ser, por ejemplo, una enfermedad, reaccionamos de una forma aprendida.

Supongamos que uno de los adultos del seno de una familia se ha de hospitalizar para realizar una intervención quirúrgica. De inmediato, la familia reacciona de forma aguda ante esta situación, se organiza de manera que quizá otro adulto pase la primera noche en el hospital con el enfermo, alguien se encargue de los niños pequeños o de las personas dependientes si las hubiera, alguien se ha de ocupar de la intendencia, del funcionamiento diario de ese núcleo familiar.

Si se produce alguna complicación inesperada y el enfermo ha de quedarse más tiempo del previsto en el hospital o vuelve a casa con unas condiciones diferentes a las que tenía y presenta una discapacidad o una calidad de vida mermada, la familia tendrá que responder entonces ante esa nueva situación de manera más larga en el tiempo, de manera crónica. De forma que se tendrá que reinventar, tendrán que cambiar roles entre el resto de miembros de la familia, quizá tengan que cambiar la jornada laboral o contratar a alguien que se encargue del enfermo para ellos ir a trabajar, etcétera. Como consecuencia, la respuesta de la familia ante la enfermedad crónica de uno de sus miembros también se cronifica, así como su impacto físico, psicológico y social.

La mejor forma que hemos encontrado como población general para luchar contra este enemigo invisible es estar y vivir desde la distancia

Algo así está sucediendo en nuestra sociedad a causa de esta pandemia ocurrida por el coronavirus. La mejor forma que hemos encontrado como población general para luchar contra este enemigo invisible, a la espera de tener un tratamiento eficaz, ha sido encerrarnos en casa, trabajar desde casa, estudiar en casa, hacer ejercicio en casa, no socializarnos o, al menos, no hacerlo de la forma a la que estábamos acostumbrados. Estar y vivir desde la distancia.

Pero esta situación, sin precedentes en la vida real de la población de hoy en día (y si hacemos un símil con otras situaciones semejantes que hayan ocurrido a algunos grupos de la sociedad como haya sido, por ejemplo, una guerra, un terremoto o un tsunami), está ejerciendo un impacto que podemos resumir en un primer estado de shock y alarma por lo desconocido, para pasar a una fase de meseta de la situación de alarma y la consiguiente mayor o menor adaptación de las personas, pasando por una nueva fase de adaptación al momento en que podamos ir saliendo de la pandemia, que conllevará de nuevo un determinado nivel de adaptación al nuevo tipo de vida que tendremos que aprender a llevar, quizá desde la distancia.

Todas esas fases, con el consiguiente impacto a nivel personal, individual e intransferible con el que cada persona reaccionará ante la situación, como sería el caso de mostrar curiosidad y ganas de saber más de lo que ocurre, con pasividad y apatía, con ansiedad, depresión, incluso con fobias. Con la aparición de estrés ante la incertidumbre, con resiliencia, …

Al igual que en las películas, los profesionales sanitarios y también otros muchos profesionales se han volcado desde el primer día en hacer su trabajo con empatía, acompañando de la manera en que podían a los más débiles, a los enfermos por el virus. Sin embargo, las cifras son peores que en la peor de las películas, porque ahora son de verdad. Y es a partir de aquí donde, como sociedad, hemos de saber qué final de la película queremos ver.

Por poco que sepamos, sabemos que los profesionales que han estado y están en primera línea se sienten exhaustos y que han tenido que sobreponerse a situaciones de vida y muerte propias de esta pandemia que seguramente les han dejado una huella difícil de olvidar. La impotencia, el miedo, la incertidumbre, el no poder dar la mano, incluso abrazar,… todo lo que han vivido puede, seguramente, favorecer que en algún momento padezcan algo similar a lo que se denomina síndrome de estrés post-traumático.

Sabemos también que son muchas las familias que han perdido a sus seres queridos por esta pandemia de la forma más difícil que uno puede imaginar: sin poder acompañar a sus seres queridos en sus últimos momentos.

Y sabemos que todas esas personas fallecidas, han debido experimentar una inmensa soledad al final de su vida. El final de la vida de una persona podría definirse como el más trascendental del ser humano. Nada se puede asemejar a lo que uno ha de enfrentarse cuando se encuentra ante el final de sus días. Los profesionales que cuidan de este momento en el enfermo saben de lo importante de esos días, de esos momentos y del valor de la calidez, la humanidad y el acompañamiento. Sin estos elementos, no puedo ni imaginar cómo ha debido ser ese momento para los enfermos, las familias y los profesionales. Y estas situaciones tendrán también un efecto en la vida de los que quedan, semejando también el síndrome de estrés post-traumático.

¿Cómo podríamos facilitar el duelo de estas personas? La magnitud de la pérdida que pueden experimentar es algo que afecta de manera global a la población mundial a la vez que no tiene precedente como tal en nuestra historia. En condiciones, podríamos decir normales, aunque el duelo o el sentimiento de pérdida ante la muerte de un ser querido siempre existe, con el paso del tiempo vamos integrándolo en nuestro día a día de una manera sana y la resiliencia nos ayuda a seguir adelante. Si este proceso se ve irrumpido por algo antinatural y despersonalizante como ha sido la situación en la que han fallecido tantas personas, aunque los profesionales que han estado a su lado se hayan esforzado al máximo para que no se sintieran solas y aunque eso, obviamente, consolará a los familiares, es muy difícil recomponerse y seguir adelante.

Es necesario facilitar que los familiares sientan algún modo de conexión con el enfermo antes de que llegue el momento de su muerte, incluso aunque no se prevea que vaya a morir. Para los enfermos, ¿no podrían las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) acercarles a sus seres queridos?, ¿no se podrían adaptar las medidas protectoras para los casos extremos y trascendentales como el final de la vida?
Si pudiéramos escribir el guion de esta película y tuviéramos que pensar en una solución final, en un desenlace … ¿de qué forma resolveríamos este momento crucial de nuestras vidas? ¿De qué forma la sociedad ha de reinventarse a partir de ahora?