ada vez que nos vemos inmersos en campañas electorales se intensifican controvertidos mensajes sobre nuestro SNS centrados principalmente en su mayor o menor publificación/ privatización en referencia especial a sus servicios públicos de atención sanitaria. Lamentablemente, en demasiadas ocasiones, parece ser el único debate posible.

Como si el diccionario panhispánico del español jurídico no definiera claramente qué es un servicio de titularidad pública: “Servicio que la Constitución o la Ley atribuyen a la titularidad de alguna administración pública y que ha de ser gestionado directamente por ella misma o mediante fórmulas de colaboración con sujetos privados, como la concesión o la empresa mixta”. El debate en todo caso debería centrarse en como ejercer esa titularidad pública en cada circunstancia y en cada contexto partiendo de que es, o ha sido, más beneficioso para el ciudadano- paciente, para el profesional o para el ciudadano contribuyente.

Según expertos en comunicación es habitual que el ciudadano no avezado asocie un servicio público a gratuidad y a quien trabaja en él, un puesto para toda la vida. Por ello, opinan que mensajes sobre la amenaza de una mal entendida privatización puede hacer pensar en la pérdida de la gratuidad para los usuarios o de la estabilidad en el puesto de trabajo para quien ahora la tiene. No debería darse si atendemos al concepto de titularidad pública que hemos podido leer más arriba y que no limita esa titularidad a que los medios con que se gestionan sean de patrimonio y titularidad pública y sus empleados funcionarios.  El SNS universal que configuró la Ley 14/1986 de 25 de abril, Ley General de Sanidad, tiene muchas asignaturas pendientes pero no la de interpretar adecuadamente la titularidad pública de la atención sanitaria.

Si atendemos al estudio de la UIC y la Fundació Unió sobre los principales informes realizados para su reforma, desde el Informe Abril Martorell hasta los aparecidos en el contexto de la COVID-19, la mayoría de sus contenidos propositivos no han alcanzado el nivel operativo.

No nos debe consolar la situación en que se encuentran los sistemas de salud de muchos de los países de nuestro entorno, pues, aunque los síntomas sean coincidentes con los nuestros, no conlleva que las causas o las dificultades para afrontar sus retos lo sean también. Cuando en 1991 nuestro SNS ya sufría tensiones, Países Bajos, Reino Unido y Suecia ya habían iniciado procesos de reforma.

En nuestro caso, el Congreso de los Diputados creó una comisión de expertos que presentó el primer informe de análisis y recomendaciones, el citado Informe Abril Martorell, para la sostenibilidad del sistema de salud determinado por la Ley General Sanidad y que se construyó sobre las normas y reglamentos del modelo no universal de Seguridad Social. Su grado de traslación podemos decir que fue anecdótico, aunque muchos de sus postulados sigan vigentes.

Cabe destacar de la revisión de 14 informes aparecidos en el contexto COVID-19 y en el de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que en estos últimos ganan relevancia la preocupación y las recomendaciones relacionadas con la solvencia del SNS y acentúan la necesidad de que las reformas se realicen efectivamente. Se reiteran como factores clave las resistencias al cambio y los buenos resultados obtenidos, vencidas éstas, en la situación de emergencia sanitaria vivida.

«El SNS no sería sostenible sin las limitaciones al acceso que las listas de espera representan y sin el endeudamiento año tras año»

Siguen coincidiendo todos los informes en unos mismos ámbitos concretos en los que tomar medidas: la organización general del sistema, la financiación, la cartera de servicios, el modelo asistencial, los profesionales sanitarios, la gestión de la demanda, la farmacia y la eficiencia en un marco de rendición de cuentas de los resultados.

La organización del SNS, de sus servicios de salud, de sus niveles de resolución, de sus organizaciones y de centros prestadores de la atención, debe disponer de las herramientas adecuadas a los retos de hoy. Para abordar los cambios en el patrón de la demanda, su progresivo incremento, la introducción de la innovación y de las nuevas tecnologías, el incremento de la inflación sanitaria y el reto que supone la disponibilidad de profesionales, seguimos disponiendo de normas y marcos regulatorios, anteriores al propio SNS y en muchos casos ajenos a éste, impermeables a su adecuación a las necesidades de la gestión. Ello se pone más en evidencia cuando el patrón de la demanda sanitaria requiere de respuestas asociadas a las necesidades sociales que acarrea la enfermedad, especialmente en la gente mayor, y viceversa.

Se puede dar incluso la paradoja que leyes reformistas aprobadas con amplio apoyo parlamentario en las Cortes Generales o en parlamentos autonómicos no llegan a ver su aplicación plena. Un ejemplo es la Ley de Cohesión y Calidad que no ha alcanzado aún una plena aplicación. No parece que la aprobación de una Ley por amplia mayoría no conlleve el pacto implícito de su aplicación por quien le toque hacerlo en cada momento. Nos encontramos, por cierto, frente a una nueva propuesta de Ley que parece más consecuencia de una voluntad de “regular” la relación de lo público y lo privado que de atender a las reformas estructurales que mejoren la infrafinanciación, la equidad de acceso a los resultados con una cartera de servicios coste efectiva y doten al SNS de un modelo de autonomía de gestión regulado por resultados.

La limitada solvencia que comporta no disponer de un marco regulatorio más acorde con la gestión de servicios públicos que con la administración de bienes públicos, se evidencia en las tensiones a que se ve sometida su gestión cuando debe afrontar los retos antes enunciados. Un ejemplo lo tenemos en un marco regulador de la atención primaria basado en el modelo organizativo de los tiempos en que dependía de la Seguridad Social y no era universal. Si bien es cierto que se han hecho muchos retoques sobre ese modelo, estos no han conseguido crear un marco nuevo en el que la atención Primaria sea el primer nivel de resolución y, también, en buena parte, el de salida y no solo la puerta de entrada al SNS.

Nuestro SNS, hoy por hoy, se organiza más como se presupuesta que se presupuesta como consecuencia de cómo debe organizarse. El acudir a Programas o Pruebas piloto es una vía gracias a la cual se han ido introducido y se van introduciendo cambios que hacen al SNS más solvente aunque no consolidan esa solvencia.

No hay duda en que nuestro SNS contribuye a la cohesión social, a una buena parte de nuestra esperanza y calidad de vida. Es un buen sistema, de los mejores. Pero se sostiene por unas dotaciones y retribuciones de los profesionales por debajo de la media de nuestro entorno, por un gasto farmacéutico también por debajo de la media y una limitación en el acceso a la innovación acompañado de una contención de las inversiones. Estas últimas mejoran y mejoraran de forma temporal a corto plazo con la disposición de fondos europeos.

Pero, con todo lo dicho, el SNS no sería sostenible sin las limitaciones al acceso que las listas de espera representan y sin el endeudamiento año tras año.

Tenemos suficientes y coincidentes recomendaciones contenidas en innumerables informes sobre cómo actuar en pro de la solvencia y la sostenibilidad del SNS basados en análisis de cada momento. Su agregación, además, dota de perspectiva las medidas a tomar. El SNS no necesita más informes ni debates recurrentes poco rigurosos. Necesita acción para ganar solvencia y sostenibilidad en favor de su papel en la cohesión social, en la salud de nuestro capital humano y en nuestra esperanza de vida. Si es prioritario para los ciudadanos debería ser prioritario de forma efectiva en las políticas, visible en un acuerdo alejado de posiciones de interés electoral coyuntural y traducido en acciones comprometidas con la transparencia y la rendición de cuentas.