El pasado 25 de junio entraba en vigor la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia. Una ley que, a pesar de que en su preámbulo se estableciera que con la misma se pretendía “dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista, a una demanda sostenida de la sociedad actual como es la eutanasia”, lo cierto es que, a día de hoy, sigue rodeada de inconcreciones, poniendo en evidencia que todavía queda mucho por hacer.

Trascurrido el plazo de los tres meses que tenían las comunidades autónomas para constituir las Comisiones de Garantías y Evaluación, sin las que no se pueden autorizar y supervisar los tramites que la Ley contempla, solamente Baleares, Extremadura, Murcia, País Vasco, Castilla-La Mancha y Comunidad Valenciana han creado dichas comisiones.

Igualmente, está pendiente la homogeneización de conceptos como “padecimiento grave”, es decir, cómo se van a gestionar las peticiones de personas con trastornos mentales; o por ejemplo, cómo establecer sí una decisión del paciente es consciente y autónoma, teniendo en cuenta que los sufrimientos extremos pueden causar cuadros de depresión en dichos pacientes. Estos aspectos conceptuales producen una enorme incertidumbre en el sector sanitario y no son cuestiones simples al afectar al derecho de objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. Además, pueden tener muy amplia aplicación, sobre todo en casos en los que no exista concordancia entre la repercusión percibida por el paciente en su situación clínica y vital y la interpretación que de ella haga el médico.

La Ley tampoco establece claramente qué médico debe participar en el proceso, si el de familia, el oncólogo, el internista o el neurólogo. El médico que empiece el proceso de la ayuda a morir debe ser alguien que conozca el sentir del paciente en toda su integridad, “un médico cercano”, se ha insistido desde la Organización Médica Colegial. Se entendería como tal un profesional que tenga un conocimiento completo del estado de salud física y psíquica del paciente, así como de sus expectativas terapéuticas y situación clínica cabal.

Un elemento más que denota las inconcreciones de esta norma es que los sanitarios a los que hace referencia la Ley de regulación de la eutanasia, son totalmente genéricos: “el médico responsable”, “el médico consultor”, “el profesional sanitario ante el que se firme la solicitud” (en caso de que no sea el médico responsable), “el equipo que atiende al paciente” y, por último, “los médicos y enfermeros que forman parte de la comisión de Garantía y Evaluación de la comunidad autónoma donde se lleve a cabo el proceso”.
Por su parte, el Ministerio de Sanidad presentó hace unos días la propuesta del ‘Manual de buenas prácticas en eutanasia’ (https://www.mscbs.gob.es/fr/eutanasia/docs/Manual_BBPP_eutanasia.pdf) en donde en el apartado de definiciones y funciones de los profesionales sanitarios se recomendaba que fuera el paciente quien pudiera elegir al médico responsable en el proceso de la prestación de ayuda para morir, lo que a afectos prácticos parece que no siempre va a poder ser posible.

Tampoco se ha tratado en la Ley la posible objeción de conciencia institucional de los hospitales. La objeción sanitaria plantea un conflicto de intereses constitucional. De un lado, la libertad de conciencia y el derecho a no ser discriminado por razones ideológicas; de otro, el derecho a la libertad de empresa en su vertiente de ejercicio del poder de dirección empresarial, si se trata de una relación privada de trabajo, y el principio de jerarquía y el buen funcionamiento del servicio público, si el profesional se encuentra en una relación estatutaria o funcionarial al servicio de la Administración Sanitaria.

La objeción sanitaria plantea un conflicto de intereses constitucional

Ahora bien, se recomienda en el mentado ‘Manual de buenas prácticas en eutanasia’ en su apartado 6.2 rubricado como “Recomendaciones para el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia por los profesionales sanitarios en el marco de la LORE”, que la objeción de conciencia no puede ejercitarse por una institución, un centro, un servicio o una unidad.

Otra cuestión importante a debate es el Registro oficial de objetores de conciencia. No debemos olvidar que la posición objetora ni es definitiva, ni es absoluta. La primera, porque puede cambiarse a lo largo del ejercicio profesional; y la segunda, porque puede depender de casos concretos que motivan este planteamiento, mientras que otros casos no lo motivarían.

Otro aspecto a considerar es si el Registro cumple el imprescindible principio de proporcionalidad. Conforme a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, la aplicación de este principio exige ponderar tres elementos:

a) el juicio de idoneidad o adecuación de la medida, examinando la relación causal existente entre el legítimo fin perseguido y el medio utilizado;

b) el juicio de necesidad de la medida, esto es, de la idoneidad de la medida para alcanzar el fin perseguido; y

c) el juicio de proporcionalidad en sentido estricto, esto es, la constatación de que de la medida impuesta se derivarán más beneficios para el interés general, que hipotéticos perjuicios para los afectados.
Pues bien, considerando los anteriores elementos exigidos, a priori podríamos concluir que el mentado registro vulnera el aludido principio de proporcionalidad. ¿Por qué? Fundamentalmente, por dos motivos.

En primer lugar, porque no es adecuado: no hay relación causal entre garantizar la prestación sanitaria, a la par que la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios, y la necesidad de esta medida tan contundente. En segundo lugar, tampoco existe la necesidad extrema de implantar esta medida, ya que no es la más idónea para alcanzar las pretensiones, además de generar más impedimentos para el interés general que beneficios para los afectados y para la prestación del servicio de salud.

En definitiva, la regulación de la eutanasia ya está aquí y todavía queda mucho por hacer y resolver.