Van transcurriendo los meses desde que se inició la pandemia y la esperanza de ver su fin, por ahora, no parece asentarse sobre bases sólidas.

La respuesta asistencial en términos de entrega y generosidad por parte de los profesionales sanitarios es todo un ejemplo y un motivo de orgullo para los ciudadanos.

Sin embargo, lo cierto es que las herramientas terapéuticas de las que actualmente disponen los sistemas sanitarios son muy limitadas, especialmente en el ámbito farmacológico.

Dicho con sinceridad: carecemos de medicamentos específicos para doblegar al coronavirus. Hay ensayos, algunos muy esperanzadores, pero aún estamos lejos de disponer de medicamentos que, con evidencia, acrediten eficacia y resultados.

Por eso, se están utilizando medicamentos de muy distintas características (desde corticoides a cloroquina, pasando por lopinavir/ritonovir, ribavirin, oseltamivir y una amplia gama de inmunomoduladores), indicados para patologías muy alejadas de la COVID-19 (sida, malaria…).

La respuesta de estos fármacos, a veces, es positiva para algunos pacientes y negativa para otros, según sus situaciones personales, sin que se sepa a ciencia cierta por qué.

En el campo de las vacunas, que es esencial para evitar que se repitan situaciones como la presente, no es posible, a día de hoy, describir un panorama halagüeño. Solo alguna noticia sobre la investigación a cargo del Ejército chino y algunos trabajos prometedores en Estados Unidos.

En efecto, el Gobierno norteamericano ha puesto en marcha un Programa para la Aceleración de los Tratamientos del Coronavirus, a cargo de la FDA, además de la respetable suma de dos billones de dólares para proyectos de investigación en la vacuna anti-COVID-19.

La respuesta ante este llamamiento gubernamental ha sido importante (más de 800 estudios y proyectos), mayoritariamente del sector privado.

Por lo que se refiere a Espana, cabe registrar algunos hechos positivos.

Así, la revista Newsweek anunciaba recientemente que en España se ha promovido un estudio a gran escala sobre la hidroxycloroquina y los antiretrovirales para prevenir el COVID-19 entre los profesionales sanitarios. De otra parte, hay que señalar que las empresas privadas han donado 7,6 millones de euros al CSIC para investigación en esta área, cantidad que se suman a otros 4 millones aportados por el gobierno.

Hay ensayos, algunos muy esperanzadores, pero aún estamos lejos de disponer de medicamentos que, con evidencia, acrediten eficacia y resultados

Pero esto no debería llevarnos a desconocer otros hechos, poco alentadores. Uno es que el apoyo a las empresas del sector brilla por su ausencia y otro, el bajo rango otorgado desde hace años a la política salud pública.

Bastaría un par de datos para confirmarlo. Uno es que la Ley General de Salud Pública no vio la luz hasta 2011 (25 años después de la Ley General de Sanidad). Otro es que la dotación económica para vacunas apenas supera el 0,3% de nuestro gasto sanitario global.

A la vista de ello, cabría decir que una de las enseñanzas que nos debería deparar la cruel crisis del coronavirus sería la necesidad de revisar en profundidad y de modo urgente la tradicional política de salud pública.

Pero, para que sea posible este cambio, sería preciso que se pusieran en remojo ciertos “tics” ideológicos y algunos postureos contra el sector farmacéutico y que, de una vez por todas, se abriera paso la colaboración público-privada en favor de la innovación en fármacos y, en concreto, en vacunas.