En el año 1485, Inglaterra se encontraba sumida en la Guerra de las Dos Rosas que confrontaba a las casas de York y Lancaster por el trono de ese reino. El 31 de agosto (en nuestro actual calendario) tuvo lugar la decisiva batalla de Bosworth, en la que el rey Ricardo III combatía en primera línea cuando su caballo, en el fragor de la encarnizada batalla, tropezó e hizo que su jinete se descabalgase cayendo al suelo. De pronto, el monarca se encontró rodeado de enemigos y, según cuenta Shakespeare, gritó a diestra y siniestra: “¡Un caballo, mi reino por un caballo!”, las que se suponen sus últimas palabras antes de fallecer traspasado por el acero de la casa de Lancaster. Todo ello entraría en parámetros usuales en una batalla si no hubiera supuesto para la casa de York la pérdida del trono de Inglaterra, hasta tal punto tuvo trascendencia que muchos años después, en 1651 George Herbert escribió:

“Por la falta de un clavo fue que la herradura se perdió, por la falta de una herradura fue que el caballo se perdió, por la falta de un caballo fue que el caballero se perdió, por la falta de un caballero fue que la batalla se perdió, y así como la batalla fue que un reino se perdió, y todo porque fue un clavo el que faltó”.

Estoy completamente seguro de que el clavo falló por alguna razón justificada, por las prisas, la presión desmedida, los materiales inapropiados, etc. La fortuna quiso que además de fallar ese clavo, el terreno en el que trotaba el corcel fuese tal que forzase la caída de la herradura. Una circunstancia que era difícil de prever y que, además, no entraba en los parámetros usuales del negocio, perdón, de la batalla. Que solía tener lugar en los verdes prados ingleses. Pero lo que tampoco se intuía era una presión tal por parte de la competencia, de los enemigos del reino que en cuanto el caballo tropezó, estaban raudos y veloces a rodear al rey y atestarle un certero golpe que además fue a colarse por uno de los puntos débiles de su armadura. Así, por una aplicación práctica de la teoría del caos, sumada a la multicausalidad, la dinastía Plantagenet, la que Enrique II comenzó con mucho sacrificio y sangre, trescientos años antes dio paso a la dinastía Tudor en la línea de sucesión a la corona de Inglaterra.

‘Lo que marca la diferencia tanto en uno como en otro mundo, son los pequeños detalles que hacen de unos y otros personas muy especiales’

Hay dos lugares en los que sin ninguna duda los pequeños detalles marcan la diferencia, los cuarteles y los monasterios. Tanto en la vida castrense como en la monacal, la cotidianeidad se marca por lo sistemático del horario y tareas diarias. Por realizar tareas de forma repetitiva y hasta la automatización de movimientos y pensamientos. Sin embargo, estaremos de acuerdo en que lo que marca la diferencia tanto en uno como en otro mundo, son los pequeños detalles que hacen de unos y otros personas muy especiales. Un monje alcanza el ascetismo a base de pequeños detalles, haciendo grandes e importantes las pequeñas cosas. Un soldado se construye a partir de los pequeños detalles que marcan la diferencia y conforman el carácter, como en un video muy conocido señala William McRaven, almirante de los Navy SEALS de Estados Unidos de América; donde comenzaba su discurso recordando la importancia de hacer la cama, cada día. Por otra parte, como señala Anselm Grün, monje benedictino, en su obra De la felicidad en las pequeñas cosas: “Muchas veces es suficiente con ver las cosas desde otra perspectiva para sentirse cómodo con uno mismo y con su vida. Para esto juega un papel importante la actitud ante la gratitud: quien está agradecido por el día de hoy, también puede encontrar la felicidad en las pequeñas cosas, sin importar lo difícil que sea el momento1.”

Hoy fui a sacarme sangre en un importante hospital madrileño. Había tres administrativas tomando datos antes de pasar a la responsable de la extracción. Resulté agraciado con la persona que me atendió, pues resultó cordial y educada. La mascarilla que ha vuelto a nuestras latitudes no ayuda, pero lo fue. Las otras dos administrativas sentadas tras la pantalla de plástico que ya da distancia eran ariscas, bruscas con las personas, frías y distantes. Sin interactuar cordialmente lo más mínimo, pidiendo el número de teléfono sin explicar su objetivo y de forma ciertamente desagradable.

Entré en el box y di los buenos días, sin respuesta. La persona que ocupaba aquel espacio me preguntó mi nombre para asegurarse de tener el “brazo” adecuado a tiro. Me espetó: siéntese y deme su brazo derecho (no quería si quiera desplazarse unos centímetros, se ve que tenía la postura cogida para los brazos derechos). También sin avisar previamente profanó mi piel y se adentró a la búsqueda de mi vena. Sin mediar palabra hizo su cometido y me colocó un algodón bien sujeto con una tira de esparadrapo. ¡En el papel tiene toda la información! -me dijo-, cuando traté de hacerle una pregunta sobre la fecha de los resultados, elevó ligeramente el tono y se repitió: ¡Le he dicho que en el papel tiene toda la información!

No me había levantado y ya entró la siguiente paciente, nunca mejor dicho, casi le doy el pésame. Entre nosotros nos sonreímos e intercambiamos unas amables palabras pidiéndole unos breves segundos para recomponerme y salir del box. La profesional, mantuvo el silencio sepulcral que la caracterizaba.

Fin de la breve historia, que a bien seguro es la historia habitual de muchos de nosotros en los servicios sanitarios. Un ejemplo nimio de lo que suponen las pequeñas cosas en la experiencia de paciente, en la calidad asistencial y, en definitiva, en la prestación sanitaria en sí misma, pues dicha calidad asistencial es inherente a la propia prestación. Tengo la absoluta certeza de que, si se tratase de un establecimiento hostelero, jamás volvería al mismo. Exigimos experiencias buenas y diferenciales en prácticamente todos los entornos en los que interactuamos, pero en el ámbito sanitario, nos queda aún muchísima oportunidad de mejora en ese campo.

Hace apenas unos días regresé de territorio amazónico, allí la situación no es diferente, en algunas cosas es sustancialmente peor. Una persona destina gran parte del dinero que tiene para pagar el desplazamiento al hospital, ocupa horas de complejos e inhóspitos viajes y cuando por fin llega a las puertas del centro asistencial un violento empleado de seguridad le interpela sobre el objeto de su visita, no deja sobrepasar la puerta nada más que a la persona enferma, y esta ha de esperar largas horas para ser atendido. Cuando por fin alcanza a que un facultativo le eche un ojo con una simple mirada le informa: “usted tiene las constantes vitales bien, por lo que no va a ser atendido en urgencias, se le dará cita para dentro de tres meses”.

A varias horas de su hogar, en soledad, sin recursos económicos y sin resolver el problema de salud que le llevó a abandonar su comunidad para llegar hasta la ciudad. Regresa en peores circunstancias y casi con total seguridad no volverá.

Nos puede parecer una situación crítica, pero lo cierto es que como mi extracción sanguínea solamente tiene que ver con los pequeños detalles, con las pequeñas cosas que progresivamente se van perdiendo, vamos claudicando ante la falta de recursos, la falta de tiempo, la falta de formación, la falta de profesionales, la falta de… y cada vez nos parecemos más a Ricardo III.

Los reinos se pierden por pequeñas cosas, eso nos debería hacer reflexionar sobre lo que perdemos renunciando a todos los miles de pequeños detalles, a los que hemos renunciado en la prestación sanitaria. Perdemos el reino de la seguridad del paciente, perdemos el reino de la calidad asistencial, perdemos el reino de alegría de cuidar, perdemos nuestra propia vida como profesionales de la salud y perdemos la dignidad de las personas que circunstancialmente están enfermas o ponen su salud en nuestras manos. Son estas patrias más importantes que las geopolíticas, porque afectan al ser humano en todas sus dimensiones. Merece la pena pues retomar la conciencia sobre los pequeños detalles, sobre las pequeñas cosas, básicas y sencillas quizás, que en realidad son y serán las que marcan la diferencia entre una existencia significada o insignificante.

Bibliografía:

GRÜN, Anselm. De la felicidad en las pequeñas cosas. Editorial Kairos 2019.