Cuando estudiamos la carrera de medicina en los tramos finales del siglo XX se decía que, junto a los estudios de derecho, era la disciplina en la que se hacía imprescindible poseer una gran capacidad para memorizar un sinfín de términos que se acumulaban en tomos de grandes compendios de conocimiento como “el Casas”, “el Cecil”, “el Farreras-Rozman” o “el Harrison”. Concretamente en mis estanterías he llegado a poseer ocho ediciones de este último, de las veinte que hasta ahora se han editado.

Después de una dilatada vida profesional se me acumuló una gran biblioteca de más de doscientos o trescientos textos de mayor o menor extensión y concreción, muchos de ellos ya muy superados.

Pronto percibimos que los libros a veces contenían aseveraciones que eran obsoletas desde hacía tiempo, por lo que era necesario disponer de una actualización de los conocimientos más cercanos al momento donde desarrollábamos nuestra actividad. Las revistas de nuestra especialidad nacionales e internacionales ocuparon un espacio similar al que ya tenían los libros, porque era necesario conocer lo que sucedía en nuestro entorno.

Intentar memorizar el conocimiento de nuestras bibliotecas hubiera sido complicado, si además pretendíamos ocupar nuestro tiempo en mantener una vida relacional y adquirir una cultura más amplia.

Para complicar las cosas, también descubrimos que no todo lo que leíamos nos lo debíamos creer. Empezó a hablarse de la evidencia y eso significaba seleccionar racionalmente las fuentes, que no siempre estaban bien construidas o respondían a intereses no muy científicos.

Estar al día de los conocimientos científicos y aplicarlos era un proceso difícil y tedioso. Para empezar, debías dedicar tiempo a seleccionar la información, y mucho más a construir un esquema propio y memorizarlo. Las bibliotecas de los hospitales y universidades eran uno de los puntos de mayor frecuentación junto al tiempo dedicado a la labor asistencial. Todo este esfuerzo a veces debía desarrollarse con una elevada frecuencia, por la rapidez de los avances clínicos (vivimos unos cambios muy rápidos en patologías emergentes como el SIDA).

Un médico del siglo XXI ya no sigue este procedimiento de adquisición del conocimiento y formación. Los médicos de hoy viajamos con nuestro móvil, tablet o PC y conocemos las fuentes de información al día. Hasta hace poco manejábamos un dispositivo de almacenamiento que renovábamos periódicamente (Up to date). Hoy ya ni eso, sabemos dónde buscar o “metabuscar” y cómo refrescar la información.

Actualmente no se tiene que dedicar tanto espacio a textos que se acumulan y hace años que no se abren por trasmitir información que hoy es inútil. Antes debíamos utilizar un tiempo determinado de nuestras vidas a la formación sustrayéndolo de otras actividades. Generalmente nuestro tiempo se distribuía en tres partes: trabajo, ocio o vida familiar y estudio.

Las nuevas generaciones no necesitan saber hacer raíces cuadradas o calcular orbitales nucleares, ahora todo es posible conocerlo si se sabe encontrarlo

Para poder desarrollar este último debíamos buscar un lugar de aislamiento donde lográramos abstraernos y de forma activa centrarnos en los manuscritos de los que antes hablábamos sin poder desarrollar otra actividad. Tengo la sensación, que haber dejado de hacer muchas cosas por el estudio, como dedicar poco tiempo a nuestra pareja o nuestros hijos para conseguir alcanzar nuestro posicionamiento laboral engullendo términos y conceptos memorizados que no siempre fueron de utilidad, salvo para opositar frente a otros profesionales, más que para tratar mejor a nuestros pacientes.

Hoy los profesionales disponen de elementos que han convertido el antiguo leer y asimilar activamente, por el escuchar y ver en diferentes formatos muchos de ellos virtuales que, por penetración, consiguen inculcar las ideas y permiten adquirir el conocimiento nuclear en pequeñas porciones que pueden conciliar con su vida normal.

Pueden repartir el aprendizaje en pequeñas dosis durante los desplazamientos o descansos sin mermar su vida laboral o restar su ocio. Las denominadas “píldoras formativas” auditivas (podcats), visuales (videos), imágenes (infografías) o mensajes cortos (redes) que llegan a dispositivos móviles permiten aprender de una manera más natural y no forzada.

Pero además ha cambiado la necesidad de aprender. Las nuevas generaciones no necesitan saber hacer raíces cuadradas o calcular orbitales nucleares, ahora todo es posible conocerlo si se sabe encontrarlo.

Es posible que ahora se tienda a la tecnificación y se haya perdido la visión global y fundamentada en las ciencias básicas, pero se ha ganado en inmediatez de la incorporación de nuevas aplicaciones del conocimiento, ya que todo se puede encontrar en la red. Es posible que un terrorista aprenda a hacer una bomba, pero de la misma forma un médico, en una zona aislada, podrá llegar a conocer los últimos avances en salud y poder aplicarlos.

Es verdad que avanzamos hacia un modelo en el que se valora más la competencia donde el conocimiento debe acompañarse de habilidades y actitud, pero desde luego la forma de adquirirlo ha cambiado.

El médico de ahora lleva el conocimiento en el bolsillo, ya sea para hacer una búsqueda de evidencia científica, usar una aplicación como herramienta para la toma de decisiones, oír o ver un tema que le interese o comunicarse con un paciente, un colega o un maestro. Y lo hace cuando él quiere, sin romper su rutina o dedicar un excesivo tiempo a ello.

Se podría decir que estamos ante una nueva trasformación disruptiva, sobre la que se debería meditar si se quiere visionar el futuro de nuestra amada profesión y los derroteros donde debe establecerse el modelo de aprendizaje.

Luis Rosado Bretón